Por Leonardo Peluso y Carmen Torres,
Montevideo, 2000.
Sección: Artículos, psicología.
El tema que nos proponemos abordar concierne a los procesos de construcción social de la identidad que afectan a personas con distintas formas de discapacidad, en particular, aquellas con organizaciones deficitarias y los sordos.
Al incluir en un mismo artículo a estas personas no estamos operando una inclusión inespecífica en una suerte de categoría general con sentido diagnóstico, cultural y evolutivo de amalgamiento, sino que, por el contrario, nos interesa hacer notorio el juego de diferenciaciones y correspondencias, que permiten vincular lo que de otra manera no lo sería. Esto significa que las diferencias que supone la ubicación de los sordo, en relación con personas con organizaciones deficitarias, podrían aparejar consecuencias profundas a nivel de las posibilidades de construcción de una identidad social, sin embargo, no siempre es así, o no lo es en todos sus aspectos. Sobre este tema intentaremos avanzar.
Introducción
Las distintas conceptualizaciones asociadas a la sordera y a la llamada «discapacidad intelectual» han tenido una larga historia al servicio del privilegio de los elementos negativos. En los orígenes de las conceptualizaciones, la indiferenciación categorial constituyó una característica con amplias consecuencias en la construcción de la identidad social y personal del sujeto con discapacidad.
El déficit se constituye como el rasgo focal que permite fundar la relevancia del discurso médico, amparando diversos planos que funcionarán al servicio de la discriminación social y técnica (Burbach, 1981; Foucault, 1964; Lane, 1979; Misès, 1975; Perrón, 1969a).
Para facilitar la discusión en este trabajo consideraremos la situación de los niños sordos, que no presentan otras complicaciones neuropsicológicas asociadas; si bien es sabido que estos casos no representan el total de la población con sordera. Este deslinde que hacemos está al servicio de un interés descriptivo y de delimitar el número de variables en juego, y no es de mayor peso para algunas de las consideraciones que realizaremos a lo largo del trabajo.
Es necesario aclarar, también, que hablamos de ‘discapacidad intelectual’ o de «retardo» en términos de la asignación social, más que de una pauta diagnóstica definida, y menos aun, de una relación de simpatía con estos términos. La expresión «organización deficitaria», desarrollada por Misès y colaboradores (1985), representa sin lugar a dudas una mejor caracterización, aunque el término no se libere de las derivas de una apropiación indebida o de un uso fragmentario y no contemplativo de las propiedades con que los autores recubren el concepto en su formulación original. En su interpretación, la ventaja de esta reinscripción diagnóstica tiene el objetivo de resaltar la idea de que se trata de una estructura original.
Comenzando a tratar con la diferencia: ámbitos primarios de socialización
La construcción social de la identidad se acompaña de complejos procesos que se sostienen en redes vinculares. Estas redes se elaboran en espacios institucionales, imaginarios y simbólicos, y en el lenguaje, como elemento fundamental en el proceso de subjetivización. El lenguaje y el discurso, como dispositivos específicos, construyen y reconstruyen las diferencias y semejanzas que acompañan todo identificarse como único, pero semejante a otros.
En el caso de los individuos que presentan particularidades categorizables, las matrices de identidad social se hallan de algún modo prefiguradas en las propias formaciones discursivas, que asignan un determinado lugar a la diferencia, invistiéndola de atribuciones, disposiciones y expectativas particulares. De modo general, cuando se trata de lo que clásicamente se ha definido como «estigma» (Cfr. Goffman, 1974), esta diferencia se acompaña de connotaciones negativas que pueden conducir a ‘imponer’ actitudes asistenciales y sobreprotectoras, tanto como negligencias extremas movidas por un afán de desentenderse de ‘los diferentes’. Asimismo, se tiende a sobreincluir en la categoría prototípica a cualquier persona que cumpla con ciertos requisitos categoriales, descuidándose que no se trata de una agrupación «natural» y homogénea. Esta falta de homogeneidad puede describirse con respecto a dos niveles.
En un primer nivel, se puede rastraer un desdibujamiento de la heterogeneidad en la consideración de la ‘discapacidad’ como un agrupamiento unitario, «singular en su homogeneidad». Bajo esta representación no se toma en cuenta las diferencias que corresponden a las diversas experiencias de las personas, sus diferentes condiciones de vida y de relaciones con otros grupos sociales, así como con las otras categorías de «discapacitados». T empranamente, esta indiscriminación relativa a las concepciones sobre la discapacidad se hace notoria en los discursos científicos. Actualmente, es concebible en el plano de las representaciones y actitudes sociales que componen el imaginario comunitario. En lo cotidiano, existe una actitud muchas veces globalizadora que se halla naturalizada y no abre paso a diferenciaciones comprensivas. Podría pensarse que esbozos de esta actitud se registran, por ejemplo, en el marco de la pedagogía en algunos de los programas que proponen la integración de niños con diferentes discapacidades en las escuelas, sin considerar sus especificidades, aunque aquí aparecen presentes un sinnúmero de fundamentos que pueden ubicar en segundo lugar esa discusión.
En un segundo nivel, a su vez, la falta de homogeneidad aparece imponiéndose en relación a cada una de las discapacidades en su especificidad. Es decir, que es posible constatar la existencia de una alta heterogeneidad agrupada bajo cada categoría, que muchas veces no es vista o tomada en cuenta por las disciplinas que emiten discursos sobre las mismas. Por ejemplo, puede ser pertinente señalar las diferencias que derivan de los grados que presenta el déficit, o también puede ser pertinente señalar las diferencias que derivan del tipo de familia en que nace el niño sordo, más concretamente, considerar si se trata de padres oyentes o de padres sordos. Así, por ejemplo, en la sordera, es observable una escasa
homogeneidad interna en la medida en que, entre otras cosas, los sordos presentan diferencias en el plano estrictamente fisiológico que atañen a los restos auditivos, lo que implica que los sujetos sordos pueden oír mejor o peor los sonidos del habla. Por lo pronto este aspecto puede relacionarse con la disposición o no a entrar en ciertas redes sociales identificadas por la diferencia, pero también pueden y, esto se vincula casi dialécticamente con lo anterior, acceder a un «relacionamiento» con la lengua oral diferenciable del que puede tener un oyente. Esto supone, por sí mismo, que la lengua «interviene» en el proceso de adquisición de modo diferente según esta variable, en el sentido de una mayor o menor interferencia en este proceso, o del establecimiento de una borrosa frontera con mecanismos de aprendizaje de segundas lenguas (Cfr. Peluso & Torres, 1995). Esto involucra el tema de la particular inscripción de la lengua materna en estas personas.
Asimismo, en el caso de las organizaciones deficitarias, pueden discriminarse diversos niveles de funcionamiento y diversas estructuraciones originales que reclaman ser atendidas para una cabal comprensión de una persona concreta. Estos niveles bien pueden conectarse con los «niveles» instrumentales en juego en cada caso, que también reciben una determinación desde lo biológico pero, sobre todo, interesa considerar cuál es la lectura que se hace de esas diferencias traducidas en «niveles», luego consignables en medidas de inteligencia, o en formas categoriales menos agudamente cuantitativas, aunque no de menor significación simbólica.
El caso del sordo
Consideremos, en primer lugar, la situación de los niños sordos. Podemos partir inicialmente del tipo de especificidad inherente a la sordera, que supone la distorsión del canal auditivo-oral. La reducción o anulación del canal sensorial determina que la lengua oral, hablada por los oyentes (e.g. el español), no pueda ser adquirida por el sordo en contextos espontáneos de interacción. Esto se vincula estrechamente a una ‘presunta’ imposibilidad, o dificultad del sordo para sentirse hablante nativo de una lengua oral. Esto no significa que el sordo no pueda adquirir/aprender la lengua oral. Sin embargo, su experiencia con la lengua oral no parece que pueda ser la misma que la que alcanza un hablante «nativo» de dicha lengua, entre otras cosas, porque siempra va a ser identificado como un mal hablante o un hablante extraño de dicha lengua. La imposibilidad de escuchar la lengua oral supone que ésta debe «acomodarse» para ser pronunciada por el canal visual y articulatorio. Es decir, un sordo para interactuar en lengua oral, en lugar de escucharla, deberá verla en los labios de su interlocutor y para emitirla deberá utilizar el entrenamiento articulatorio, y no el conocimiento de los sonidos como sonidos del habla. La relación que establece el sordo con la lengua oral puede permitir formular la hipótesis de que su relación con dicha lengua es – nos animaríamos a decir -, radicalmente diferente de la que tiene el hablante nativo de lengua oral. De esta forma, aun cuando el sordo alcance en lengua oral competencia hablada, además de competencia escrita y competencia lectora, esta lengua no tendrá las características que tiene para un hablante oyente. Nos podemos preguntar, por lo pronto, si la lengua oral puede estar en condiciones de convertirse en un vehículo natural de conversación para el sordo, bajo la sospecha de que no es así. Esto revela apenas la punta de un iceberg, que nos podría conducir a considerar el particular proceso de subjetivización que está implicado en este tipo de casos.
Por otra parte, los sordos cuentan, como miembros de la especie humana, con condiciones para la adquisición espontánea de un sistema verbal; ¿cómo entonces, puede aprovecharse esta alternativa potencial, evitando los «riesgos» o «inconveniencias» que derivan de estar expuestos principalmente a lenguas orales, habladas por comunidades de hablantes que no son sordas? La respuesta a esta pregunta se comienza por encontrar en el potencial de las comunidades humanas para «producir» lenguas ajustadas a sus características. La lengua de señas funciona como este dispositivo: no se trata de una lengua que se constituya por medios auditivo orales, sino que se trata de una lengua que recurre a un canal de organizacion viso-espacial. La lengua de señas representa, en este sentido, el vehículo natural en el cual los sordos pueden actualizar un sistema verbal y, eventualmente, puede conducir a sostener un marco de identificación social y cultural, al convertirse en un sistema privilegiado de comunicación, funcionamiento cognitivo y estructuración psicológica.
Desde este punto de vista, si consideramos la matriz experiencial con la que el sordo traba contacto con la lengua de señas, y la contrastamos con las características de la experiencia en lengua oral, podemos dejar en evidencia sus claras diferencias. Si las hipótesis que planteábamos anteriormente pudieran ser relevantes, nos inclinaríamos a creer que el sordo encuentra una posiblidad de constituirse en hablante nativo en relación a la lengua de señas, a diferencia de lo que le sucedería con respecto a la lengua oral. Este reconocimiento de la naturaleza verbal de las lenguas de señas, que en contacto con el fenómeno de la sordera, puede parecer casi de naturaleza trivial, fue conceptualizado bastante tardíamente en el universo científico.
Recién a partir de la década del sesenta (Cfr. Stokoe, 1960; 1974; Wilbur, 1979), se comienza a producir en la literatura científica el reconocimiento del estatus verbal de la lengua de señas, equiparándose con cualquier lengua de expresión oral, en tanto sistema que permite la discriminación de unidades finitas de carácter discreto y combinables. Este reconocimiento fue acompañado de toda una serie de formulaciones en torno al papel de la lengua de señas como elemento identificador central en la constitución de una subcultura (Schein, 1968). Algunos autores, incluso, han llegado a plantear la posibilidad de caracterizar una etnia sorda (Erting, 1982; Johnson y Erting, 1989), postura que ha merecido múltiples controversias y que no trataremos en este trabajo.
Procesos de socialización en los niños sordos
Analicemos, ahora, cuáles son los caracteres generales del proceso de socialización que siguen estos niños, según el tipo de interacción lingüística temprana en la que hayan participado. Generalmente, la gran mayoría de los niños sordos y con organizaciones deficitarias crecen en grupos familiares que no han tenido las mismas experiencias asociadas al déficit. De alguna manera, puede pensarse que el niño sordo nace pronto para ser incluido en un lugar que no parece sintonizar plenamente con sus necesidades. Esto tiene que ver con el aspecto lingüístico al que hacíamos referencia anteriormente, pero no solo se presenta bajo este formato: usualmente, las diferencias consideradas déficitarias en las familias se acompaña de dificultades para aceptar y elaborar la existencia de una brecha. Esto supone en lo concreto grados diversos de conflictividad, así como dificultades de los padres para responder de modo sensible a las necesidades del niño. Muchas veces los diagnósticos tardíos dan cuenta de esto; es posible negar o no reconocer que se trata de una diferencia real, por más que opere en la escena vincular produciendo efectos.
Vale la pena para seguir ahondando en este tema, tomar como punto de partida la separación descriptiva entre sordos hijos de sordos y sordos hijos de oyentes. Las posibilidades comunicativas diferentes en estos dos tipos de familias parecen otorgar cierta especificidad a los procesos desarrollados y a la construcción de sus identidades sociales (Meadow, 1980; Pereyra y Lemos, 1985; Schlesinger y Meadow, 1972).
En el contexto socializador de padres oyentes este aspecto puede dar origen a grados variables de ‘sintonía’ comunicativa, como la que se ha descrito formando parte del «simbolismo esotérico», entendido como un lenguaje gestual, particular a cada familia, que se negocia ad hoc entre padres e hijos para poder establecer la comunicación más básica (Cfr. Tervoort, 1961). Sin embargo, seguramente, esta disposición sensible, no alcance para que se desarrolle una lengua de señas. De esta manera, generalmente, el nivel de comunicación que padres oyentes e hijos sordos entablan, antes del ingreso a instancias pedagógicas específicas, difícilmente puede pasar de una comunicación convencionalizada en gestos válidos para el contexto familiar, de naturaleza bastante limitada en cuanto a sus posibilidades de simbolización. Esta situación mantiene una distancia entre los padres y el hijo, debido a la imposibilidad de acceso a una lengua en común. Habría una gran dificultad para establecer una sintonía entre las modalidades comunicativas que para ambas partes signifique la potencialidad más plena de expresión lingüística. En otras palabras, podríamos afirmar que estos padres no están en condiciones de hacer posible una canalización de la orientación comunicativa de los hijos en el plano viso espacial, que es el propio de la lengua de señas.
Los padres oyentes suelen no conocer la lengua de señas y, muchas veces, las creencias populares acerca de los efectos negativos de su adquisición crea rechazo y promueve la evitación de la misma, aspectos que obstaculizan su integración intersubjetiva. En algunos de estos casos, podemos asistir a la construcción altamente problematizada de una identidad en torno a la característica diferencial, junto con la terapeutización de los contextos familiares. Esto opera en el marco de la visión de la diferencia como ‘algo a corregir’ y/o a ‘eliminar’. El niño sordo tiende a representarse en estos contextos como un ‘no oyente’, es decir, lo que no es, por oposición a un ‘sordo’, que como insignia de una pertenencia social que podría amparar otros aspectos identificatorios. No podemos descontar que, en lo que sería un continuo actitudinal, se encuentran también, padres sensibilizados con las necesidades particulares del niño que no atribuyen elementos negativos en el contacto con la lengua de señas, intentando ellos mismos su aprendizaje.
Por su parte, el panorama de los niños hijos de sordos ofrece otras particularidades. Los niños que pertenecen a este pequeño grupo logran, en general, obtener en su propia familia esquemas culturales, y comunicativo-lingüísticos que les pueden permitir elaborar un marco más positivo de identificación con respecto a su cualidad diferencial. Al menos se trata de entender que «lo sordo» está presente en estos padres de una manera que no lo está en los padres oyentes que no conocen la vivencia. Esto no significa que, en cualquier casa, no subsistan elementos conflictivos y ambivalentes con respecto al significado del «ser sordo». La dicotomía «oyente» – «sordo» es, entonces, tanto una polaridad como una constelación inscripta en el miembro opuesto del par. En el sordo pervive la voz del «oyente» necesariamente como parte de su «escena de identificación», lo que revela la instalación interna del conflicto.
Estos niños tienen usualmente la posibilidad de comunicarse en lengua de señas con sus padres, siendo una fuente privilegiada y constituyente de su desarrollo en los primeros años de vida. Parece válido afirmar que, en este caso, la diferencia impacta a los padres y al niño de una manera distinta al caso de los hijos de padres oyentes, situándolos en una problemática más cercana a la de los grupos minoritarios y estigmatizados, que a la del discapacitado conceptualizado desde el discurso médico.
El caso de los niños con organización deficitaria
En cuanto a los niños con organizaciones deficitarias, los núcleos de problematicidad en las familias se centran prioritariamente a nivel imaginario en sus potencialidades intelectuales, a través de la representación de lo que ‘no pueden’. Al encuentro entre padres e hijo, parece interponerse la presencia del niño «que podría ser», junto con las dificultades para tratar con el niño que efectivamente integra la dinámica vincular (Cfr. Fernández y Torres, 1995). Muchas veces, el impacto familiar, oscurecido por creencias deformantes, se consolida interactivamente bajo la presencia de un sinúmero de particularidades comunicativas.
Los resultados de varias investigaciones insisten en observar que el comportamiento de las madres con respecto a sus hijos con retardo es diferente del que se produce en la interacción considerada «normal». Planteado en estos términos, esto expresa bastante poco sobre el significado y valor de estas diferencias, puesto que los niños con estas características pueden promover respuestas diferenciales por sus propias cualidades comportamentales, mientras que, a su vez, estas «cualidades» pueden no ser más que resultado de una interacción social en la que participaron hijos y padres bajo la incidencia de complejas configuraciones que se expresan en posiciones subjetivas, actitudes y discursos.
Los estudios realizados siguiendo un vector «interactivo» repararon en las cualidades negativas de la respuesta por parte de la madre, descriptas en términos de una menor estimulación dada por la participación en intercambios más directivos y limitados en calidad y cantidad. A esto debe agregarse las cualidades de la respuesta infantil (e.g. menor número de iniciativas comunicativas, etc) (Cfr. Brauner & Brauner, 1972; Misès 1975; Rondal, 1984, en Torres, 1999, en este mismo volumen, ofrecemos un detalle más amplio de estos estudios).
Según algunos autores (Cfr. Tannock, Girolametto & Siegel, 1992), los distintos estudios no demuestran que se esté en condiciones de comprobar, a través de evidencia empírica prominente, que exista una relación causal entre dificultades lingüísticas y características de las interacciones con los adultos cercanos al niño. Sin embargo, parece no poder negarse la evidencia de que ciertos «estilos» desarrollados en la interacción de los padres con los niños pueden ser el aspecto fenoménico que evidencia con mayor claridad las posibles interferencias en el desarrollo de los procesos sociales y comunicativos en general. Esta posición reclama no perder de vista el hecho de que los espacios de puesta en juego del «potencial» intelectual y afectivo se construyen, por encima de las determinaciones neurofisiológicas, en el interjuego de las instancias vinculares teñidas de imágenes, concepciones, expectativas y ambivalencias.
En este marco, la construcción de una identidad se vincula, en la mayoría de los casos, a la diferencia que es leída como una carencia. Una posible oposición esgrimida contra esta atribución negativa debe enfrentar siempre el argumento válido, en un sentido muy poco específico, de los límites reales. Esta misma lectura social se vuelve parte de la representación de sí que tienen los sujetos con retardo y, a su vez, se apoya en las limitaciones de ‘toma de conciencia’ que, dialécticamente, las interacciones con los otros determinan (Cfr. Perrón, 1969b).
Las escuelas de Educación Especial como agente socializador
Originariamente los centros de Educación Especial se constituyen como espacios en estrecha continuidad con la institución asilar, en donde en sus orígenes reinaba la indiscriminación categorial y la imposibilidad de definir especificidades. Las llamadas «medicina moral», «tratamiento médico-pedagógico», indican las formas progresivas en las que el discurso médico es desplazado por el discurso pedagógico y éste, a su vez, adopta las formas de aquél (Foucault, 1964; Pinel e Itard, 1978).
Es posible comprobar, como lo hacen distintos investigadores, que las expectativas, imágenes y representaciones que los maestros ponen en juego en relación con sus alumnos determinan muchas veces el progreso y la consolidación de un perfil escolar y social (Coll y Miras, 1990; Dunn, 1973, Lily, 1970; Schunk, 1990). De alguna manera, las instituciones tienen el poder de formalizar y legitimar las atribuciones sociales que se manejan en torno a la diferencia, siendo a la vez, multiplicadoras de efectos poco regulables, organizados en torno a intereses de grupos sociales.
La situación de los niños con sordera y con retardo es también con respecto a este punto diferente, pero a la vez, permite algunas consideraciones comunes. Aun en el presente, es posible seguir constatando que el discurso médico atraviesa el discurso pedagógico de la enseñanza especial, tendiendo en algunos casos a homogeneizar a sus alumnos dentro de una vision prototípica y patologizante. Esto se ve con claridad en las escuelas de Educación Especial, donde conviven niños con diagnósticos diferentes e, incluso, con desventajas puramente atribuibles a factores socioculturales y económicos.
La escuela, en estos casos, juega un papel fundamental y contradictorio. En su aspecto positivo, la escuela representa el contacto con el discurso reapropiador de los instrumentos generales de la cultura y la salida relacional del ámbito doméstico, que opera en sentido opuesto a la tendencia ‘reclusora’ de algunas familias que tienden a aislar al niño con discapacidad. Sin embargo, la escuela también presenta un aspecto que podría verse en contradicción con el anterior. Desde esta óptica, la escuela de educación especial actúa como uno de los factores intervinientes en el proceso de estigmatización, en la medida en que perpetúa la imagen social de «discapacitado» que debe ser aislado.
Para la gran mayoría de los niños sordos, la interacción con el grupo de pares en la escuela de Educación Especial para discapacitados auditivos, representa la entrada en contacto con la lengua de señas y, en muchos casos, con la Comunidad Sorda, lo que significa un impacto en el desarrollo de sus potencialidades simbólicas y socio-culturales no necesariamente previsto en la planificación educativa (Behares, 1989; 1990; Erting, 1982; Reagan, 1985).
Tanto en los niños que ingresan a las escuelas de Recuperación Psíquica como en la de Discapacitados Auditivos, se desarrolla un sentimiento de pertenecer a otro espacio social que parece prometer atenderlos en su especificidad. Esta atención en su especificidad es, en sí misma paradojal, puesto que al tiempo que se pretende respetar las particularidades de estos niños, se construye discursos que reaniman la dimensión «negativa» de la escuela, mencionada más arriba. Estos discursos vehiculan definiciones, actitudes, propuestas, que no promueven mecanismos legitimantes de la diferencia que pueda contribuir a la construcción de una identidad social menos conflictiva. De esta manera, el proceso de socialización escolar amenaza con cristalizar el futuro de los discursos posibles en el espacio social: se vuelven así discursos para ser oído como «sordo» o como «discapacitado intelectual».
El sentido de pertenencia de los niños a la institución educativa depende de múltiples factores, indudablemente, pero puede ser interesante interpretar qué papel juegan en ello los niveles de representación, asociados con la ubicación social. En la medida en que estos componentes son parte constitutiva de la continuidad con la que se vivencia el sujeto, merecen considerarse en su aporte a la reflexión sobre el desarrollo de la identidad social. Los niños sordos y los niños con organizaciones deficitarias permiten pensar, en cuanto a este punto, diferencias de entidad. Mientras que los niños sordos pueden alcanzar un cierto grado de conciencia sobre la existencia de un grupo de referencia con poder social, aun en independencia de la privilegiación o no que le den los padres, los niños que ingresan a las escuelas de Recuperación Psíquica generalmente no tienen otra opción que apropiarse de una representación de la diferencia concebible en términos negativos. Esto puede interpretarse en el sentido de una acentuación, o perpetuación de la desventaja social, vista en términos de la institucionalización de lo “deficitado”, aunque las oportunidades derivadas de las políticas sociales en juego puedan reinstitucionalizar lo que quedó del juego instituyente del proceso. En el plano afectivo representacional esta diferencia no atraviesa solo a los niños, sino que en algunos casos se lo puede ver asociado a la propia identidad institucional de las maestras. Por lo que señalamos, en relación a los procesos de escolarización de los niños sordos en la escuela especial se ven atenuadas algunas de las características que pueden reflejarse en la escolarización de los niños con discapacitad intelectual. Nos referimos al considerable sobrepeso en la producción y reproducción de modelos diferenciales y discriminantorios que se ejerce en el niño con organizaciones deficitarias en su escasez de referencias sociales que signifiquen algo distinto de «ser lo que ya saben que son». Esta atenuación se puede atribuir fundamentalmente a dos causas. Por un lado, incide la existencia de una lengua y cultura sordas que funcionan como un contexto simbólico de representación de la diferencia en términos positivos. Esta condición, en algún sentido, atraviesa a maestros, alumnos y padres, y opera con fuerza en la ‘captura’ de los individuos sordos. En algunos casos, se comprueba que el proceso que se da, a partir del contacto con la lengua de señas y el conjunto de elementos vinculados, puede llegar a ser irreversible. Este fenómeno, que ha dado lugar a un sentimiento de ‘alarma’ ante el contacto con esta lengua, por parte de maestros oralistas y de algunos padres, con su consiguiente represión, nos parece que es un elemento fundamental y altamente positivo en la posibilidad de insertar al sordo en universos simbólicos alternativos al de la discapacidad.
Por otro lado, en términos de la planificación educativa y lingüística, y en lo que atañe a la situación específica de Montevideo, incide el pasaje, a partir del año 1987 – al menos a nivel de intención – de la escuela para discapacitados auditivos, centrada en una pedagogía oralista (represora de la lengua y cultura sordas), a una educación bilingüe, que se propone introducir la lengua de señas y su cultura en el seno mismo de la institución escolar (INEE1[1], 1987). Si bien creemos que dicho pasaje hacia una educación bilingüe no ha sido completamente exitoso (Peluso, 1999), igualmente ha sido un factor de importante incidencia en el cambio del lugar simbólico de la Lengua de Señas Uruguaya y de la visión de la sordera. Esto supone, entre otras cosas, el surgimiento de nuevas relaciones entre la lengua de señas y la lengua oral, de importantes reorganizaciones en el plano de las culturas implicadas – fundamentalmente de la sorda, en su necesidad de adaptarse a nuevas funcionalidades-, y de nuevas formas de ver y ser visto como sordo, en tanto espacio simbólico que otorga pertenencias y diferenciaciones y que habilita a la construcción de un marco de resistencia frente a lo ajeno.
Pertenencias, Discursos y derechos
La posesión de una lengua diferente de la mayoritaria crea condiciones relevantes para que se genere una comunidad y cultura asociadas a la misma. La interacción entre el grupo mayoritario y los endogrupos que aparecen en su estructura crean matrices de múltiples correspondencias actitudinales y discursivas, que reinvisten potenciales simbólicos. Se presentan así las condiciones para el proceso de constitución característico de los grupos minoritarios. Usualmente este contexto se asocia a una conciencia diferencial que puede adoptar caracteres de una conciencia más ‘positiva’ y, por lo tanto, proveer de un marco consistente de
identificación «psicoetnológica» o, por el contrario, estar teñida de aspectos de una identidad que se rechaza, y no permite consolidar un marco más estable y menos conflictivo de identificación. En este contexto, los discursos en defensa de los derechos y el robustecimiento de los aspectos identificatorios comunes es lo característico.
En el caso del sordo se dan las condiciones esenciales para la descripción de una comunidad y de un grupo minoritario en términos etnográficos, proponiéndose una situación social, psicológica y lingüística que, en parte, es determinada por la pérdida en la audición, pero en donde no es la pérdida lo determinante, sino el dominio de la lengua de señas. Vale tener en cuenta, como señalamos más arriba, que los sujetos categorizados como «sordos» presentan una alta heterogenidad en relación a sus restos auditivos, lo que de algún modo, condiciona su relación con el grupo oyente y la lengua oral, en este caso, el español. Sin embargo, parece válido pensar, a diferencia de lo que cabría suponer, que dicha heterogeneidad interna al grupo, no necesariamente está correlacionada de forma directamente proporcional con el grado de identificación del individuo sordo con la cultura oyente. Nos referimos con esto a que no se observaría que a mayor conservación de restos auditivos, sea mayor el grado de integración a la cultura oyente. Pareciera que si bien el grado de pérdida auditiva afecta fuertemente la experiencia social de los individuos, son la educación y los contextos de socialización primarios, con su distribución de ubicaciones sociales, los que van a cumplir un papel determinante en la conformación de las identidades psicológicas y sociales de los sujetos sordos.
Como hemos planteado más arriba, la existencia de una lengua natural, que es la lengua de señas, construida en el canal viso-espacial, es un factor de gran importancia, dentro de otros, en la conformación de una frontera con lo oyente y su lengua oral, y se lo puede observar como generador de identidades relacionadas con la caracterización de grupos étnicos o grupos etnolingüísticos (Erting, 1982).
Deben considerarse, sin embargo, ciertos aspectos que restringen el desarrollo de potenciales a nivel de los discursos sociales en el marco sociohistórico de la Comunidad Sorda en nuestro país. Fundamentalmente, hacemos referencia a que la LSU es una lengua no adaptada por el momento a los usos más formales de la cultura oyente y no cuenta con una forma de escritura propia. Es necesario comprender, en cuanto a este aspecto, que las lenguas como sistemas funcionales desarrollan posibilidades que se hallan en concordancia con las demandas y necesidades que debe satisfacer. Estas demandas provienen de la propia comunidad de sordos, tanto como de las acreditaciones que construyen la cultura oyente, a través de sus espacios de legitimación.
El caso del niño con retardo ofrece dificultades mayores para poder ser visto desde una perspectiva etnográfica, tal como la manejamos en la situación del sordo. La conciencia de ser diferente se va adquiriendo desde el contexto de socialización primario, pero los propios niveles de representación de sí mismo están condicionados por una configuración anclada en gran parte en el componente verbal que vuelve circularmente sobre la limitación biológica de base. Este aspecto constituye una base diferencial con respecto a los procesos de generación de conciencia social del sordo, lo que se explica en la medida en que el niño con organización deficitaria presenta dificultades en cuanto al acceso pleno al lenguaje verbal en su amplio repertorio funcional y simbólico. Si seguimos una vía sociocultural e histórica de interpretación de esta condicionante, podríamos suponer que se trata de una limitación en la construcción del plano interno que caracteriza los niveles de conciencia de sí. Se vuelve de alguna manera más relevante o marcado el tope que la base biológica impone al desarrollo de las potencialidades lingüísticas y cognitivas en los niños con déficit intelectual, que no pueden ser absolutamente superadas por la experiencia interactiva concreta en el marco de nuestra cultura. Los tipos de interacción y los contextos sociales en los que se desarrollan pueden influir en el interior de un rango que reinterpreta la predeterminación de la base biológica. Si bien esto último, puede considerarse aplicable a cualquier sujeto, en el caso de estos niños el peso relativo de este factor podría pensarse que posee un valor diferencial específico dado por su descenso, inherente a la definición de la «discapacidad intelectual».
En consecuencia, la posibilidad constituirse en un grupo étnico o etnolingüístico y el marco de identidad que esto supone se relaciona también en el sordo con la posibilidad de poder efectuar un contradiscurso autoidentificador[2]. Las condiciones de puesta en juego de esta posibilidad son difíciles de evaluar y no dependen obviamente de rasgos comunes que puedan funcionar como insignias identitarias. En el sujeto con organización deficitaria, la defensa de sus derechos se halla vinculada más a agentes sociales que representarían lo ‘no discapacitado’, que abarca desde los que emiten discursos científicos a las propias familias implicadas. Sin embargo, no podríamos afirmar que esta restricción discursiva sea inherente a la organización en torno a la diferencia de todos estos sujetos, como una visión simplista podría sugerir. Esta cuestión merece varias consideraciones, a la vez que plantea varias interrogantes. La propia empiria, permite verificar un deslizamiento en el discurso de algunos sujetos con este diagnóstico que tiende a la defensa y faculta opciones de autogestión, aunque éstas tengan que estar necesariamente sostenidas por grupos gestionantes que los representan y que no poseen la cualidad deficitaria. Sin duda también los sujetos con organizaciones deficitarias, en virtud de sus diversas ubicaciones sociales que conllevan y son resultado también de las diversas «potencialidades de ser», pueden adquirir una conciencia reivindicadora de la situación de exclusión y de sometimiento con que la sociedad los «integra».
Consideraciones finales
En las últimas décadas, las ciencias sociales se integran con un poder inusual en la redefinición de las diferencias. Se denuncia la reducción radical que tienden a operar las concepciones centradas en el déficit, proponiéndose como modelos alternativos y desplazantes de la ortodoxia puesta en lo que los sujetos con discapacidad no pueden realizar, “no tienen” o “no deben”. Muy probablemente este fenómeno se halle amparado en el propio deslizamiento de los discursos sociales en torno a la discapacidad, en donde se tiende a invertir los términos, se desaloja la negatividad pura del déficit para tornarla una diferencia que tiende a la positividad del ser diferente, por el hecho mismo de serlo y que por esto mismo requiere sustentar las mismas normas de respeto que la que merece cualquier integrante de la sociedad.
El caso de la sordera, y de lo que comúnmente se cataloga como retardo mental, se diferencian en su especificidad constitutiva, pero también convergen en términos de una representación común que los vincula, proporcionándoles rasgos de una identidad social deficitaria[3]. La existencia de una lengua natural a través de la cual los sujetos sordos pueden desarrollar sus potencialidades más plenas como hablantes estaría en condiciones de sacar a la sordera del espacio discursivo englobador de las discapacidades, colocándola en la frontera con la problemática del bilingüismo y las comunidades minoritarias. Esta posibilidad configuradora de la propia ubicación social no se presenta en las organizaciones deficitarias de la misma manera. Pero en cualquiera de los dos casos, se invita a reflexionar acerca del poder de las investiduras sociales, como creadoras de espacios externos que se transforman en espacios internos, que hacen a las posibilidades de producir subjetividades posicionantes. Así, a partir de la toma en consideración de sus especificidades, el sujeto sordo y el sujeto con organización deficitaria pueden encontrar – encontrándose – registros representativos desde los cuales pueden ser vistos, oídos y desde los cuales pueden verse y hablar en su singularidad.
Referencias bibliográficas
Behares, L.E. (1989) Comunicación, lenguaje y socialización del sordo: una visión de conjunto. Inédito.
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Notas
[1] Inspección Nacional de Educación Especial, Consejo de Educación Primaria.
[2] Sin embargo, es claramente notorio que el discurso del sordo, en particular, no tiene la misma validación que el del oyente dentro del marco de la comunidad general. Inclusive es posible plantearse la hipótesis de que la consideración de un estatus inferior de lengua y cultura sordas opera aun dentro de algunas comunidades científicas. La actitud activa de la comunidad sorda es la de tratar de revertir la matriz diglósica (aquella que caracteriza a las comunidades bilingües que asocian las lenguas implicadas a funcionalidades diferentes, una con funciones más abstractas y socialmente superior con respecto a la otra), aunque no exenta de ambivalencia debido a la propia incidencia en el seno mismo de la cultura sorda de los discursos mayoritarios descalificantes.
[3] Las diferencias que hemos mencionado entre niños sordos y niños con retardo no siempre conducen a formas distintas de funcionamiento. Este hecho observable en un cierto porcentaje conlleva dificultades diagnósticas y de abordaje pedagógico, sobre todo en el tratamiento del niño sordo. El hecho de que un niño sordo, en algunos casos, pueda llegar a tener un funcionamiento análogo al de un niño con retardo puede ser atribuido, fundamentalmente, a las particularidades que hacen a la experiencia de vida de la sordera en nuestro país. Más allá de la pertenencia sociocultural específica que, por sí misma, pudiera determinar bajos niveles de desarrollo cognitivo o trastornos neurofisiológicos asociados, influye la situación de deprivación de una lengua natural durante los primeros años de vida. Esta deprivación se vincula generalmente a un diagnóstico tardío y/o a la imposibilidad de los padres oyentes de aceptar la diferencia del hijo.
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