El grabado «Las cifras de la mano», de Francisco de Goya

ANtonio-GasconPor Antonio Gascón Ricao[1],

Madrid, 2004.

Sección: Artículos, historia.

 

Este grabado, catalogado por Sánchez Cantón, en 1923, como obra de Goya que hoy tengo el gusto de presentarles, está ejecutado con pluma y tinta sepia en papel ocre de 24 x 40 cm., firmado y fechado en la esquina inferior derecha con una leyenda: «Goya en Piedrahita / año de 1812», consiste en veinte dibujos de configuraciones de una mano derecha sobre fondo rayado que representan veintiuna letras del alfabeto español (excluidas ‘k’, ‘x’ y ‘z’), más los dígrafos ‘ch’ y ‘ll’, dispuestas del siguiente modo: en la primera línea, ‘a’, ‘b’, ‘c’, ‘d’, ‘e’; en la segunda, ‘f’, ‘g’, ‘ch’, ‘i’, ‘l’, ‘m’; en la tercera, ‘n’, ‘o’, ‘p’, ‘q’, ‘r’, ‘s’, y en la cuarta, ‘t’, ‘u’, ‘y’.

Goya, grabado (1812). Archivo del autor.
Goya, grabado (1812). Archivo del autor.

En los casos en que Goya dibuja el movimiento de arco de círculo, indicado por el artista con un trazo grueso, representa que describiendo dicho movimiento las letras son dobles; así la ‘i’ se transforma en ‘j’, la ‘l’ en ‘ll’ y la ‘n’ en ‘ñ’.

Dándose también la circunstancia de que algunos de los signos están dibujados desde el punto de vista del interlocutor, en este caso el de la ‘a’, ‘d’. ‘i‐j’, ‘l‐ll’, ‘m’, ‘n‐ñ’, ‘r’, ‘t’, ‘y’, y tal vez el de la ‘u’, y desde el punto de vista del signante los demás.

El hecho de que esta obra de Goya, que se conserva actualmente en el Instituto de Valencia de Don Juan (Madrid) con el número de inventario 7050, haya permanecido inédita hasta hace muy poco tiempo[2], y por lo tanto, desconocida para el gran público, obedece sin duda a dos razones.

La primera es que el fundador de la ilustre institución, D. Guillermo Joaquín de Osma y Scull (La Habana, 1853 ‐ Madrid, 1922), esposo de la vigésimo cuarta condesa de Valencia de Don Juan Doña Adelaida Crooke, no concebía «la labor del Instituto en materia alguna como labor de vulgarización, sino en cierto modo lo contrario»:[3] de ahí la ausencia de exhibición y de publicidad, y la relativa opacidad de sus increíbles fondos, abiertos no obstante, siempre al investigador y al estudioso, o de nuestro silencio, en lo que respecta a su ubicación, mantenido prudentemente durante casi tres años y hecha finalmente pública tras la perceptiva autorización del Instituto.

La segunda, el desinterés de los contados biógrafos y críticos que conocieron su existencia por una obra que se apartaba claramente del resto de la producción goyesca a causa de su finalidad extra artística, puesta de relieve por los trazos gruesos que denotan movimiento y, a su vez, por su carácter eminentemente pedagógico.

Desinterés, decimos, que no desconocimiento, cuando menos por parte de Sánchez Cantón, a quien se debe el título precisamente de Las cifras de la mano, o de Gudiol, de hallarse ante unas configuraciones manuales en clave, cifradas, que constituyen sobre todo un recurso en la comunicación entre sordos y oyentes que como ya le constaba a Tomás Tamaio de Vargas en 1612: «sirven de lengua a los que hablan con quien no oie».

La pequeña historia

A los cuarenta y seis años de edad, en el umbral de su plenitud creativa, Francisco Goya y Lucientes (1746‐1828), teniente director de pintura de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando (Madrid); que pinta, al servicio del rey, bocetos para cartones de la Real Fábrica de Tapices y recibe encargos de nobles y burgueses, contrae una grave enfermedad que le reporta pérdidas del equilibrio, fuertes dolores de cabeza, ceguera temporal…

Cuando logre mal que bien recuperarse, a mediados de 1793, Goya será otro: un hombre aislado, asediado por sus fantasmas y envuelto en un silencio profundo y permanente, secuela de la enfermedad padecida. Para comunicarse con él, sus interlocutores tendrán en adelante que recurrir a la escritura o bien, de conocer su empleo y a partir del momento en que lo aprenda el artista, a ese sistema especial de escritura manual y aérea que es el alfabeto dactilológico.

Vamos a intentar circunscribir en el tiempo ese momento de forma cronológica.

La primera noticia la tenemos gracias a una carta de Ramón Posada, a la sazón presidente de la Junta de Gobierno de la Academia de San Carlos, de Méjico, fechada en Madrid el 26 de noviembre de 1794, y dirigida a la propia Academia mejicana donde da razón de su gestión con Goya, al cual se le había encargado un cuadro con destino a la Academia:

«Con este fin, y el de conocer a Don Francisco Goya, pasé a su casa, y le hallé del todo sordo, de manera que fue necesario hablarle por escrito».[4]

No es una novedad esta primera noticia de la sordera del pintor aragonés, ni aún la del grado tan agudo como esta carta refiere, pero el testimonio no deja de ser expresivo, y merece el ser recogido por los biógrafos de Goya, donde pocas minucias son despreciables, y máxime cuando en los últimos tiempos se han producido dos películas españolas, donde el personaje principal era un Goya parlante y dicharachero, y por lo tanto muy alejado del auténtico.

La siguiente noticia es de 1796, donde según Camón Aznar, Zapater, el que fuera el amigo del alma del pintor, afirma en una carta que «Goya habla por la mano».

De tener en cuenta ambos testimonios, cabe el afirmar que cuando Goya presenta su renuncia a la dirección de la Pintura en la Real Academia, el 4 de abril del 1797, que le es aceptada en base a «que una de sus enfermedades sea la sordera tan profunda que, absolutamente, no oye nada, ni aún los mayores ruidos, desgracia que priva a los discípulos de poderle preguntar en su enseñanza»,[5] lo hace consciente ya de que su sordera será permanente, y como tal lo acepta.

Por otra parte, y con independencia de que se pueda comunicar sucintamente mediante notas escritas o con un alfabeto dactilológico, demuestra también que Goya ha renunciado ya de manera definitiva a utilizar otro recurso alternativo: la lectura labial.

De ahí que no entienda las preguntas que le dirigen sus alumnos de la Academia. Lo que conlleva el preguntarse si, a partir de esas fechas, Goya habla vocalmente con sus interlocutores o por el contrario también ha renunciado a ello. La respuesta a esta última incógnita la encontraremos un año más tarde.

El 27 de marzo de 1798, en una carta del propio Goya a su amigo Zapater le explica que «el ministro (de Gracia y Justicia, Melchor Gaspar de Jovellanos) se ha excedido en obsequiarme llevándome consigo a paseo en su coche, haciéndome las mayores expresiones de amistad que se puedan hacer, me consentía comer con capote porque hacía mucho frío, aprendió a hablar por la mano, y dejaba de comer por hablarme… «.

Lo que viene a demostrar, en primer lugar, que Goya es incapaz de leer los labios del ministro y, segundo, que su medio de comunicación, diríamos entre comillas «normal», es ya de común el alfabeto manual con todas sus limitaciones, entre ellas la lentitud de su ejecución.

Pero la prueba más contundente de su incapacidad para comunicarse verbalmente la tenemos a fines de noviembre de 1808, en plena Guerra de la Independencia, cuando Goya efectúa una breve estancia en Fuendetodos (Zaragoza) su pueblo natal. Ahí, según testimonios recogidos por un sobrino de su amigo Martín Zapater «le hablaba por señas un criado que trajo, haciendo uso de un abecedario que todavía imitan… [los ancianos que lo conocieron]».[6]

Lo que confirma aún más las carencias de Goya al tener que utilizar de forma permanente los servicios de un intérprete profesional, por otro lado, personaje éste totalmente desconocido y anónimo, cuyo nombre concreto nadie cita, y aún menos el propio Goya.

El alfabeto manual

Puesto que el primer testimonio que tenemos sobre el uso del alfabeto manual o dactilológico, por parte de Goya, es del año 1796, habría que concluir que fue en dicho año cuando lo aprendió. Sin embargo, hay un detalle que apunta que no fue así.

Contemplemos el primer retrato de cuerpo entero hecho por Goya de la duquesa Cayetana de Alba, esa «linda dama muy rica, afabílisima…, airosa y brillante toda ella, de humor muy jovial… «, a juicio del barón de Maldá, que la conoció en Barcelona unos años antes, y de la que no cabe duda que el pintor estuvo intensamente enamorado, aunque no parece que fuera correspondido. Data del año 1795:

DuquesaDeAlba
Duquesa de Alba. Goya.

Fijémonos ahora en esa mano derecha de la duquesa que parecer señalar con laxitud, más allá de la dedicatoria, hacia un punto situado fuera del cuadro. Su configuración corresponde exactamente a la del signo ‘g’, inicial de Goya, tal como lo dibujaría el artista en Las cifras de la mano (1812), es decir, los dedos flexionados con las puntas hacia la palma salvo el índice, semiflexionado, y el pulgar, extendido y con la yema apoyada en el borde de la articulación de la segunda con la tercera falange del dedo corazón.

Ahora bien, la configuración de una mano que señala, aunque en este caso no sepamos exactamente qué, ¿no ha de coincidir por fuerza con la del signo ‘g’?.

Limitándonos a la representación por el propio Goya de «manos que señalan», en la Alegoría de la villa de Madrid (óleo de 1810) vemos dos distintas: la de la matrona que representa a la ciudad y la de la ángela que toca una especie de trombón. Pues bien, en ninguna de ellas la yema del pulgar se apoya en punto alguno del dedo corazón. Es más el pulgar se halla ampliamente separado de los restantes dedos.

Lo mismo ocurre con la mano del fraile en el aguafuerte Duro es el paso (1808‐1814), de la serie de los Desastres de la guerra, y otras obras. En La maja y los embozados (óleo de 1777), en cambio, la configuración de la mano visible de la maja es otra: aquí pulgar y corazón sí están en contacto, pero éste se efectúa por las puntas. Todo ello prueba que la configuración de una mano que señala no tiene por qué ser necesariamente la misma que la del signo ‘g’ dibujado por Goya, pero desde luego no excluye que pueda tratarse de una simple coincidencia. Para destacar dentro de lo razonable esta posibilidad hay que contemplar otro de los retratos: el de La Duquesa de Alba con mantilla.

En este óleo, pintado casi dos años después que el considerado antes y en el que su amada aparece con mantilla y traje negro, la mano de la duquesa, vista por el dorso, lo que impide apreciar su configuración, señala el pie del cuadro, donde figura la inscripción «Solo Goya». En esta mano en que, a diferencia de la otra, se aprecia cierta tensión, se distinguen dos anillos: en uno se lee «Alba», en el otro «Goya».

Nos hallamos, pues, ante dos retratos con mensaje idéntico «Goya», franco y directo el segundo, y disimulado aún el primero mediante una doble treta: la de disponer la mano de la duquesa de modo que parezca señalar (se lo debió parecer incluso a ella misma) y la de recurrir a la dactilología, comprensible sólo para una reducida minoría, los sordos, entre la que hay que contar naturalmente al propio artista. Lo que parece confirmar así mismo que Goya debería de utilizar el alfabeto digital ya de habitual en 1795, o sea un año antes de que Zapater, en una carta, hiciera mención al tema.

Coincidencias y certidumbres

Cabe destacar que en 1795, cuando Goya pinta ese signo ‘g’ en el primer retrato de tamaño natural de la duquesa, es el año en que, a instancias de Godoy,[7] primer secretario de Estado, se inicia en Madrid el primer ensayo en España de enseñanza pública de sordomudos en las Escuelas Pías de Avapiés (Colegio de San Fernando) a cargo del religioso escolapio José Fernández Navarrete de Santa Bárbara,[8] formado en Italia por el jesuita Tommaso Silvestri.[9]

También es el año en que ve la luz de la estampa la obra de Hervás y Panduro Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español,[10] donde aparece un Alfabeto manual para los Sordo‐mudos según Hervás, pero este alfabeto en concreto, elaborado en Roma con la ayuda del niño sordo italiano Puppi,[11] difiere bastante del que pintaría Goya en Las cifras de la mano, al igual que difiere del que figura en La reducción de las letras y Arte para enseñar a hablar los mudos, del aragonés Juan (de) Pablo Bonet, editado en Madrid el año 1620, una obra, además, prácticamente olvidada por entonces en España. Luego, ¿lo aprendería Goya, que no se movió ese año de Madrid, de propia mano de Fernández Navarrete?

El problema es que ni siquiera sabemos si le conocía. Tal vez, el escritor e historiador Martín Fernández Navarrete, que en 1792 ingresó en la Real Academia de la Lengua y, poco después, en la de San Fernando, fuera hermano del otro y pudiera presentarle a Goya. Quizá. Hay más posibilidades, desde luego, apuntadas por algún investigador extranjero, como la supuesta relación de Goya con el ilustrado sordo aragonés Roberto Prádez, unos años más tarde profesor en la escuela de sordomudos de Madrid, pero hoy por hoy, ni la más mínima prueba.

Dos cuestiones más, también sin resolver, envuelven el grabado de Goya. La primera y básica es el motivo que debió mover al artista para realizarlo, puesto que su tamaño y el material usado, un simple papel, da en pensar que nos encontramos ante un grabado de carácter totalmente pedagógico. Lo que parece apuntar razonablemente que el objetivo de Goya pudo ser muy bien el de intentar ilustrar gráficamente, mediante el mismo, sobre el uso del alfabeto manual español. El mismo alfabeto que en la actualidad, con las lógicas variantes, se sigue utilizando dentro del colectivo sordo.

De haber sido este su objetivo real, no hay ninguna constancia testimonial al respecto, y queda aún por averiguar a qué persona en concreto pudo estar dirigido, siendo la única pista la leyenda: «Goya en Piedrahita / año de 1812», detalle que cuando menos, sitúa al pintor en un lugar y en un tiempo concreto hasta este momento desconocido.

Dentro del mismo misterio hay otra cuestión puntual. A la vista de la lámina se puede apreciar que una mano anónima, y diríamos inmisericorde, la recortó de forma chapucera, y a la brava, sin tener en cuenta para nada el valor crematístico de la firma de la misma. Hecho que parece indicar la familiaridad o la ignorancia del personaje respecto a Goya.

Buena muestra es que en la parte superior derecha del grabado el pulgar derecho, el que corresponde a la letra ‘e’, ha sido cercenado radicalmente. Idéntica circunstancia se da en la parte inferior, donde la muñeca de la mano, que representa la letra ‘u’, ha sido amputada, por lo que esta parece emerger fantasmalmente del fondo del grabado. No ha así el dedo meñique, de la letra ‘y’, que salvado del desastre tijeril cuelga solitario fuera del hipotético marco del grabado.

La segunda cuestión es igualmente fundamental: la autoría del grabado. El hecho que Sánchez Cantón, en 1923, al realizar el inventario de los fondos del Instituto Valencia de Don Juan, lo catalogara como obra de Goya directamente y sin más explicaciones, pensamos que resulta a estas alturas, a pesar de las muchas y variadas certezas, insuficiente. Por lo cual, sería de desear el conocer la experta opinión de los actuales especialistas en Goya, lo que permitiría certificar el grabado de una forma definitiva.

Para ello, bastaría con un examen grafológico cualificado de la leyenda escrita que figura al pie del mismo, que caso de ser obra de la propia mano del pintor disiparía de manera rotunda todas las posibles dudas.

Otra cuestión sería el que la prueba pericial resultara negativa, y que la leyenda escrita viniera sólo a indicar que nos encontramos ante la mano de Goya ejecutando el alfabeto manual español, pero plasmada por un anónimo artista local.

Por desgracia, la fuente primera de verificación documental, que deberían haber sido los antiguos registros de la institución, la misma que actualmente lo custodia, guardan silencio al no figurar en ellos nada al respecto. De esta manera se ignora en que momento fue adquirido para sus fondos, el precio pagado por el mismo o algo tan esclarecedor como hubiera sido su lugar de procedencia y su último poseedor.

Es por ello que, en principio, se desconoce el periplo viajero del grabado desde 1812 hasta el año 1923, momento en el cual Sánchez Cantón decidió titularlo, de manera harto curiosa, Las cifras de la mano, cuando cualquier pedagogo de sordos sabía, y sabe, que nos encontramos ante lo que internacionalmente se conoce, ya desde mediados del siglo XVIII, como el «alfabeto manual español», nombre con el que le bautizo, en aquellas lejanas fechas, el abate L’Epée director de la escuela de sordos de París.

Cuestiones colaterales

Fuera ya del valor intrínseco del grabado, visto como una obra de arte muy peculiar, elaborada muy probablemente por una pluma genial, nos gustaría incidir en otra cuestión colateral, pero no por ello menos importante.

El alfabeto unimanual español,[12] antecesor del que se usa hoy en España, Francia y América, debió ser inventado en Castilla a caballo de los siglos XV y XVI o en la primera mitad de éste último, y su creación debió ir ligada a preocupaciones de orden militar, la de disponer de nuevos códigos secretos, o de orden religioso, tanto la de responder con discreción al penitente hipoacúsico que se confesaba oralmente como la de posibilitar el rezo de oraciones a los enfermos terminales privados del habla, como afirmaba el franciscano Melchor Sánchez de Yebra, hacia 1586, en que era «común saberlo muchos sordos».[13]

En ambos casos, está claro que sus signos podrían haberse ejecutado en cualquier lugar y, preferentemente, en otro que no fuera el que hoy es usual ‐ ante el cuello y la parte superior del pecho‐, a causa de la necesidad de disimulo, de usarse como código secreto, y de la superfluidad, para el enfermo privado del habla, de atraer el signo a la zona visual más apta para captar la expresión simultánea de la cara.

Y es que el principal problema que planteaban hasta hoy en día los alfabetos dactilológicos impresos en España con anterioridad a nuestros días, un total de cinco desde 1593 hasta 1851, era el determinar, ya que no lo explicitan, el lugar exacto de ejecución de sus signos en el espacio. Algo que revela curiosamente, y por vez primera, la lámina de Goya de Las cifras de la mano.

En ella, en efecto, la posición del puño y de la bocamanga según las refleja el artista, cuando lo hace, implica sin lugar a dudas en los signos ‘a’ y ‘r’ que el codo del signante se halla situado en un plano superior al de la muñeca, y en ‘b’, ‘d’, ‘f’, ‘s’, ‘t’ e ‘y’ que codo y muñeca están aproximándose en un mismo plano, lo que prueba que el alfabeto de 1812 se signaba todavía en el mismo espacio en que debió ser en principio concebido. El espacio natural de toda escritura, distinto al de la realización del signo gestual y acorde además con las normas vigentes en su época de creación en lo que hacía al recato y comedimiento en la conducta: ante la cintura.

De lo que se desprende que habría sido precisamente el desplazamiento del lugar de ejecución del signo alfabético (del espacio situado ante la cintura al situado ante la parte superior del pecho), lo que constituiría el momento histórico de la incorporación del alfabeto dactilológico al patrimonio del actual lenguaje de signos o señas o, dicho de otro modo, de la apropiación de aquél por éste.

Establecer con precisión, no obstante, cuando acaeció dicho desplazamiento es ya harina de otro costal, aunque si parece razonable concluir que en 1851, año de la publicación en Madrid del Diccionario usual de mímica y dactilología de Francisco Fernández‐Villabrille,14[14] es el momento histórico en que ya se había producido, cuando menos en España, y ello sobre la base de otros indicios. Pero esto último no deja ya de ser otra nueva historia.

El grabador Francisco de Paula Martí y Goya

Puestos de nuevo a relacionar en el tiempo Las cifras de la mano con las primeras experiencias en España de docencia pública de sordomudos, truncadas por diversas causas, cabe recordar que había existido una desde 1795 a 1802, en las Escuelas Pías de Avapiés, de Madrid; otra en, en 1800 y 1801, en el ayuntamiento de Barcelona a cargo del presbítero francés Juan Albert y Martí,[15] y una tercera, en 1805, también en Madrid,[16] en la Escuela Real de Sordomudos, cuyo maestro director efectivo fuera el capitán graduado de teniente coronel Juan de Dios Loftus, interrumpida ésta por aquel entonces a causa de la falta de fondos y la terrible hambruna que padeció la ciudad en 1811, con motivo de la Guerra de la Independencia.

De ahí el valor histórico de estos dibujos de Goya, en 1812, en tanto que representan el alfabeto manual en uso entre los sordos instruidos, en ese momento puntual, y en la corte madrileña. Ahora bien, como no se trata sólo de suponerlo en base a la categoría del pintor, buscamos, a fin de cotejarlas, una lámina anterior, que consta fue pintada por Salvá, por encargo del maestro‐director del Colegio de Sordomudos de Madrid, en 1805, y en la cual se procedió a la «reforma de tres letras del alfabeto manual o usual».[17]

La lámina de Salvá no apareció pero, en cambio, hallamos otra que ha permanecido inédita hasta hoy en día y que nos complace en presentar. Se trata de la representación del alfabeto manual español realizada en 1815, tres años después que lo hiciera Goya, por el valenciano Francisco de Paula Martí Mora, lámina que se vendió al público en la Librería Gómez de Madrid[18]:

Alfabeto Manual, Grabado por F. de Paula Martí
Alfabeto Manual, Grabado por F. de Paula Martí

Martí (1762‐1827), dista de ser un desconocido. En 1783 le había sido otorgado el premio de grabado dulce por la Academia de San Carlos de Valencia. En 1799 publicó Estenografía o arte de escribir abreviado y, en 1803, su obra fundamental Taquigrafía castellana, de la que se hicieron numerosas ediciones en los siglos XIX y XX. Del mismo año data su invención de la llamada «plumafuente» o estilográfica, una treintena de años antes de Parker y Schaeffer.

Miembro de la Sociedad Matritense de Amigos del País, con cuyo apoyo y el de la corona abrió la primera escuela de taquigrafía, en 1811 fue nombrado grabador de la Imprenta Real de Cádiz, siendo, en 1815, miembro de la Junta rectora del reabierto Colegio de Sordomudos de Madrid.

Del cotejo de los alfabetos de Goya y Martí se desprende que, por lo que respecta a configuración, sólo difieren entre sí en unas pocas variantes menores que parecen apuntar, dicho sea de paso y entre comillas, a una mayor «modernidad» del primero, el de Goya, manifiesta en las señas ‘b’, ‘c’ y ‘e’. Así, la suposición inicial, en cualquier caso, la de que los dibujos de Goya constituyen la fiel representación del alfabeto manual en uso en el primer cuarto del siglo XIX entre los sordos instruidos, cuando menos en la corte y su zona de influencia, hay que añadir, era correcta.

A la vista de lo anterior, se puede comprender ahora la importancia de autentificar definitivamente el grabado, no sólo a efectos de su catalogación artística sino por su vital importancia dentro de la historia de la pedagogía y, aún más particularmente, en referencia a la de un colectivo concreto: el de las personas con carencias auditivas. Mundo particular del cual Francisco de Goya, involuntariamente, formó parte en la época artísticamente más fecunda de su vida.

Notas

[1] Este trabajo se publicó originalmente como: Antonio Gascón Ricao, “Las cifras de la mano de Francisco de Goya”. Separata del Boletín del Museo e Instituto “Camón Aznar”, volumen LXXXII, Zaragoza, 2004, pp. 273‐284. Se reproduce con permiso de su autor.

[2] De hecho, se hizo pública su existencia en dos ponencias: «Las cifras de la mano de Goya» , Ramón Ferrerons y Antonio Gascón, III Conferencia Internacional sobre la Historia de las personas sordas, Trondheim (Noruega), 9 al 14 de septiembre de 1997 y en «Goya, referencia obligada para la historia del origen y evolución del llamado alfabeto manual español», Ramón Ferrerons y Antonio Gascón, Universidad Complutense de Madrid, Curso de Verano sobre Barreras de comunicación y derechos fundamentales, San Lorenzo del Escorial, 20 al 24 de julio de 1998. Ver también: «Las cifras de la mano de Goya», Faro del Silencio, núm. 160, septiembre/octubre de 1997.

[3] Gregorio de Andrés, La Fundación del Instituto y Museo Valencia de Don Juan, p. 26, Instituto de Estudios Madrileños, Madrid, 1984.

[4] Diego Angulo, Un testimonio mejicano de la sordera de Goya, Archivo Español de Arte, t. XVII, pp. 391‐392, Madrid, 1944, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Diego Velázquez.

[5] F. J. Sánchez Cantón, Vida y obras de Goya, p. 60, Madrid, 1951.

[6] Francisco Zapater Gómez, Goya. Noticias Biográficas, p. 10, Zaragoza, 1868.

[7] Manuel Godoy, Memorias, Biblioteca de autores españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, Madrid, 1956, pp. 211‐212.

[8] Miguel Granell y Forcadell, «El Padre José Fernández Navarrete, Gaceta del sordomudo», no 10, Abril 3‐4, 1936.

[9] Susan Plann, «Roberto Francisco Prádez: sordo, primer profesor de sordos», Revista Complutense de Educación, vol. 3 no 1 y 2. Editorial Complutense, Madrid, 1992.

[10] Lorenzo Hervás y Panduro, Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español, 2 vols., Madrid, 1795.

[11] «Alfabeto manual, Yo Ignacio Puppi de 13 años de edad por encargo de mi caritativo y amado instructor Señor Don Lorenzo Hervás y Panduro hice el presente diseño. Roma a 10 de Agosto de 1793».

[12] Antonio Gascón, «El misterioso origen del alfabeto manual español. De Pedro Ponce de León a Manuel Ramírez de Carrión (1550‐1623)», Conferencia, 27 de enero de 1999, Biblioteca Pública Arús, Barcelona.

[13] Fray Melchor Sánchez de Yebra, Libro llamado Refugium infirmorum, muy util y provechoso para todo genero de gente, en el qual se contienen muchos avisos espirituales para socorro de los afligidos enfermos, y para ayudar a bien morir a los que estan en lo ultimo de su vida; con un Alfabeto de S. Buenaventura para hablar por la mano, Madrid, 1593.

[14] Francisco Fernández Villabrille, Diccionario usual de mímica y dactilología. Útil a los maestros de sordo‐mudos, a sus padres y a todas las personas que tengan que entrar en comunicación con ellos. Por… , Madrid, 1851.

[15] M. Ainaud, «La primera Escola de Sords‐muts establerta a Barcelona», La Paraula, Butlletí de l’Escola Municipal de Sords‐muts, Any II, núm. 1, Barcelona, gener‐març de 1919.

[16] Olegario Negrín Fajardo, Proceso de creación y organización del Colegio de sordomudos de Madrid (1802‐1808), Revista calasancia de Ciencias de la Educación, 109, Enero‐Marzo, 1982, pp. 7‐31.

[17] José Miguel Alea, «Carta dirigida al editor del Diario de Madrid», La Academia calasancia, XVI, 1906‐1907, pp. 256‐263, 286‐290, 322‐326, 353‐361.

[18] Francisco de Paula Martí, «Alfabeto manual para la instrucción de los Sordos‐Mudos del Real Colegio de Madrid», Madrid, 1815 (Biblioteca de Catalunya).

 

Un comentario

  1. Ana said:

    Que belleza de artículo. Súper bien documentado. Gracias <3

    24 septiembre, 2021
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