Barcelona, 2014.
Sección: Artículos, historia.
Siempre se ha tenido la idea de que los pioneros en la educación de las personas sordas, a la fuerza tenían que ser unas personas intachables. Es por ello que resulta cuando menos sorprendente comprobar que durante la llamada Guerra de la Independencia (1808-1814), los eminentes profesores del Real Colegio de Sordomudos de Madrid dedicaran parte de su tiempo a realizar experimentos con sus alumnos, y además con el total beneplácito de la Junta del propio Colegio, en su caso financiado por la Real Sociedad Económica Matritense, teniendo la osadía de hacerlos públicos, al dar cuenta de los resultados de los mismos en la Gaceta de Madrid, y más concretamente en el mes de marzo de 1809, es decir en plena guerra contra los franceses.
Así apareció en la Gazeta del siete de marzo de aquel año, para más detalles, viernes, la noticia de que la Real Sociedad Económica Matritense desea “dar al público una prueba del esmero con que sus individuos comisionados para el régimen y gobierno del real colegio de Sordo-mudos se han dedicado a procurar los progresos de este establecimiento, aún en las cosas que son fuera de instituto”. Tras aquella grandilocuente introducción ya se empezaba a vislumbrar lo que se pretendía con ella.
De aquel modo nos enteramos que en la última Junta de la Matritense, celebrada el día 11 de marzo se había acordado que el Sr. Josef (sic) Miguel Alea sería el encargado de publicitar mediante la prensa “los experimentos” (sic) que el señor Tiburcio Hernández había emprendido el año anterior de acuerdo con el doctor en medicina Antonio Torrecilla, encaminados en su caso “a averiguar la causa de la sordera que produce la mudez”, y si se podían encontrar medios con la esperanza final de poder llegar a curar la sordera.
Por otra parte, el hecho que se le encargara a Alea la publicidad de aquellos experimentos no tenía más mérito, dado que el personaje era en aquel momento, al ser adicto al gobierno francés intruso, director de la Gazeta de Madrid, la encargada en dar la noticia. De ahí que tras la retirada de España de las tropas napoleónicas en 1814, Alea tuviera que marchar a Francia, donde fue profesor en la Escuela de Comercio de Marsella, o que muriera en Burdeos en una fecha indefinida[i].
Tal como afirma Martínez Palomares en su trabajo,2[ii] el otro personaje implicado, Tiburcio Hernández (1772-1826), que en aquel entonces era el nuevo maestro-director interino del colegio, se había unido a la Sociedad Matritense en febrero de 1804, además estaba licenciado en derecho en 1795 por la Universidad de Alcalá, pero también era miembro del Colegio de Abogados y Relator de la Sala de Alcaldes de la Corte.
De aquel modo, Tiburcio Hernández, designado para la Junta de dirección y gobierno del Real Colegio en enero de 1808, como socio semanero, se interesó por la problemática de los sordomudos, tanto en todo lo que hacía a la vertiente pedagógica como en la curativa, y una cosa llevó a otra, ya que aquel mismo interés debió ser el que le debió llevar a solicitar permiso para la realización de una serie de experimentos médicos, cuyos resultados finales consideró la Matritense que se deberían hacer públicos, y por ello se decidió publicarlos la Gaceta, tal como se hizo.
Sin embargo, hubo un tercer personaje que también participó en aquella historia, el doctor en medicina, Antonio Torrecilla, que no debería ser tan popular como los otros dos implicados, puesto que quedó en la sombra, al no conocerse en la actualidad cuales fueron sus méritos o sus aportaciones en aquella digamos aventura científica.
Por otra parte, en aquella historia hubo un cuarto personaje involucrado, el ayudante Ángel Machado, autor de los partes que se hicieron con los resultados de aquellos experimentos, un personaje controvertido, pues de hacer historia a la apertura del Real Colegio de Madrid en 1804, su director fue Juan de Dios Loftus y Bazán[iii],3 de hecho un teniente coronel honorífico expulsado del ejército al ser acusado de desfalco y cuya experiencia o práctica en aquella enseñanza sólo había pasado por un único alumno, el niño Juan Machado.
De continuar haciendo historia, el primer ayudante que tuvo Loftus fue Atanasio Royo Fernández, según consta en Efemérides de la Ilustración Española, aunque en la práctica duró muy pocos días en su cargo. Fue por ello que de aquel modo Royo resultó ser otro de los españoles que tenía una cierta experiencia en la educación de sordos, ya que al parecer había estado enseñando a dos de ellos en Madrid, desconociéndose en qué medida tuvo o no éxito en aquella enseñanza.
A la marcha de Royo, su sustituto fue Ángel Machado, curiosamente el padre del único alumno de Loftus. Machado, al igual que su jefe, había sido también militar, en su caso subteniente, pero al igual que su jefe también expulsado del ejército por el mismo delito, ya que había cometido un desfalco de 2.500 reales de vellón en su Regimiento de Granaderos, haciendo bueno el dicho de “dios los cría y ellos se juntan”. Y justamente este mismo Machado será el personaje encargado de aplicar y seguir aquellos experimentos, tomando nota del resultado de los mismos, notas que serán las mismas que Hernández publicara en la Gazeta.
Pero según Hernández, la idea de aquellos experimentos había partido de algo tan común como era el cerumen que producen los oídos, en su caso, la sustancia amarillenta segregada por las glándulas internas de los oídos, pues tras observar las partes externas del oído de los alumnos sordos del colegio, para comprobar si se les notaba algo de particular, se había llegado a la conclusión que en los sordos escaseaba mucho la conocida cerilla, o que la poca que se les advertía en lo más profundo de la oreja, era casi líquida, o que en muy contadas ocasiones se llevaban la mano a aquel conducto, para introducir en él el dedo pequeño o algún que otro limpia oídos de fortuna, observaciones que al parecer se habían iniciado en octubre de 1808.
La falta de aquel tipo de comportamientos entre los alumnos sordos, según afirma Hernández, le llevó a la sospecha de que era posible que los conductos por donde fluía de normal la cerilla estarían obstruidos, y por lo mismo, si aquello mismo no sería por una casualidad la causa de la propia sordera.
Y fue entonces cuando Tiburcio Hernández habló con el profesor de medicina D. Antonio Torrecilla, cuyas opiniones dice respetar, y tras escucharlas, y a pesar de la estación del año en que se encontraba, Hernández decidió tirar para adelante aquellos experimentos aplicando el siguiente método que describía en su artículo de la Gazeta.
De aquel modo prescribió que los niños, durante cuarenta días recibiesen vahos de agua caliente en los conductos del oído, por mediación de un tubo de media vara de largo, unos 7 centímetros, ancho por abajo y en forma de embudo, y estrecho por arriba, por la parte que debería introducirse en el oído del sordo, mediante el cual la columna de vapor, sin quemarles el conducto auditivo, se introdujese por donde se pretendía.
“Señalé para esta operación la hora de irse a acostar, encargando que mientras estuviesen en ella tuviesen tapada la cabeza, y después se les abrigasen con un pañuelo que les cubriese toda la oreja; que el temple del agua fuese progresivamente de menor a mayor, y que aumentándose por minutos la duración de esta maniobra en los 20 días primeros, se fuese disminuyendo en los 20 últimos hasta dejarla igual con el principio.”
Según Hernández, después de aquel experimento, los resultados habían excedido a sus esperanzas, pues según los partes que le había pasado el ayudante Machado, a los 2 días de empezarlos, el alumno sordo Jacobo Moreno decía sentir, cuando recibía el vapor, “algo de dolor detrás de las orejas, y una cosa que le corría por el pecho comunicándose a los vacios” ??? mientras que el alumno Juan Álvarez temblaba por el ruido que sentía y por el dolor que experimentaba.
Diez días más tarde, Machado informaba a Hernández que el mismo Juan Álvarez y el alumno Manuel Muñoz oían a la distancia de 4 0 6 pasos las voces que se les daban, y que el alumno Domingo Pérez oía por ambos lados, cuando antes no percibía sino por uno. A los veintitrés días habían empezado a oír tres alumnos más: Jacobo Moreno, Manuel Echevarría y Ramón Vidal.
Pero el experimento sufrió un parón durante los días 27 de noviembre hasta el 11 de diciembre siguiente, según Hernández “por el trastorno que tuvieron todos los habitantes de este pueblo.” Es decir, por la visita que Napoleón realizó a Madrid, acontecimiento que al parecer interrumpió el tratamiento de los vapores durante tres días.
De no haber sido por ello, argumenta Hernández en la noticia de la Gazeta, a lo mejor todo hubiera ido mucho mejor, puesto que antes de aquella interrupción el alumno Manuel Muñoz ya repetía muchas palabras que se le decían, mientras que los alumnos Juan Álvarez y Domingo Pérez eran capaces de oír las voces.
De todas formas, Hernández desconfiaba en cierto modo de aquellos buenos resultados, afirmando en su informe que resultaba muy fácil equivocarse en la observación de todos aquellos efectos, puesto que él antes había visto como muchos sordos, sin oír los ruidos, volvían repentinamente la cabeza hacía donde habían sonado, lo que podía significar que percibían la vibración del aire.
También elucubraba que en ello podía también mediar el anhelo del sordo por oír, por lo cual era muy difícil discernir cómo había sido, ya que la carencia de la audición se veía compensaba en la finura que poseían los sordos en general en otros sentidos que no especificaba.
Aquellas dudas llevaron a Hernández a pensar en realizar una serie de pruebas que le permitiera comprobar si habían existido o no los avances que aparecían en aquellos partes. Como fue la de introducir uno a uno a aquellos alumnos adelantados en una habitación con la puerta cerrada y el muchacho de espaldas a la puerta, haciendo que desde fuera se diesen fuertes golpes a dicha puerta, pudiendo observar que algún sordo era capaz de contarlos con la mano sin equivocarse y aunque se dieran dos golpes seguidos, algunos también fueron capaces de repetir alguna voz, pronunciada desde el otro lado de la puerta, y de cuyo significado ya tenían idea.
Aquel último experimento le llevó a emitir las conclusiones finales que fueron:
“En vista pues de todo, creo poder afirmar que la sordera de muchos sordo- mudos depende de la obstrucción de los conductos del oído, y según el resultado de estos primeros ensayos, no considero desesperada su curación.”
Aconsejando por ello, la inmediata publicación de aquellas pruebas, y esperando que alguien más también las emprendiera, y a poder ser con la suficiente capacidad económica para poder llevarlas a efecto, quejándose amargamente de que su profesión ya no le daba para más. Aquel informe llevaba fecha del 21 de febrero de 1809. Y que se sepa no hubo ninguno más.
Pero lo que no explicó Hernández es que este mismo asunto ya lo había tocado unos cuantos años antes Lorenzo Hervás y Panduro, en su obra Escuela Española de Sordomudos, Madrid, 1795, ya que a Hervás se deben la primeras observaciones sobre el mismo asunto, el de la cerilla
De hecho Hervás hablaba en su obra en extenso sobre la dichosa cerilla referenciando la obra sobre el oído del italiano Antonio Valsalva, De aure humana tratatus, Bolonia 1704. Basado en aquella obra, Hervás afirmaba que determinadas sorderas, producidas por la cerilla endurecida se podían curar de conocer a un cirujano hábil y práctico en anatomía[iv]. Comentario aquel que se podía hacer extensivo a los “milagros” producidos en el Colegio de Madrid, de haber sido aquel el problema de una parte de los alumnos, que gracias al reblandecimiento de aquella cerilla habían podido recobrar así parte de la audición. En conclusión, nada nuevo bajo la capa del cielo, salvo lo curioso de la historia.
Notas
[i] Unos años antes, Alea, un hombre muy comprometido con las nuevas corrientes culturales provenientes de Europa, había sido nombrado por Godoy presidente de la Comisión del Instituto Pestalozziano, institución pedagógica creada por una Real Orden, años después será director del Real Colegio de Sordomudos de Madrid, publicando en la revista Variedades de ciencias, literatura y artes, Continuación del discurso de Sicard «sobre los sordomudos», en lo que significó su sometimiento a la corriente ultramontana de la escuela francesa de sordos, creada por el abate L’Epée en los mediados del siglo XVIII. Del mismo modo que divulgó la obra científica de Buffon, con su libro Vida del conde de Buffon (1797), o traduce al castellano la obra de de Saint-Pierre, Pablo y Virginia (1798).
[ii] Pedro Martínez Palomares Hitos fundamentales de la educación especial en el siglo XIX. El Real Colegio de Sordo-Mudos, ver en www.mecd.gob.es/…/n18-martinez-palomares
[iii] A. Gascón y J. Gabriel Storch, El Real Colegio de Sordomudos en la primera mitad del Siglo XIX, CEE Participación Educativa, 18 de noviembre 2011, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, pp. 221-238.
[iv] Lorenzo Hervás y Panduro, Escuela Española de Sordomudos, Publicaciones Universidad de Valencia, (Ed. Ángel Herrero), valencia, 2008, p. 80.
Sé el primero en comentar