Barcelona, 2006.
Sección: Artículos, historia.
Consideraciones preliminares
El llamado alfabeto manual español, ajeno totalmente a las señas que es el idioma propio de las personas sordas, tuvo su origen en Castilla a mediados del siglo XVI. Cuando menos esto es lo que afirmaba el franciscano Melchor Sánchez de Yebra en su libro Refugium infirmorum, [4] una obra de carácter piadoso que le editó su propia orden en el año 1593, a título póstumo, y donde aparecía impreso.
Transcurridos cinco siglos desde aquel puntual comentario, ha venido a resultar que aquel alfabeto manual, del siglo XVI, es el mismo que en la actualidad utiliza de común una parte muy significativa de la comunidad sorda del mundo occidental. El cual permite poder deletrear con la mano derecha las palabras o los nombres propios que no poseen previamente establecida una seña genérica. Eso sí, modificado en lo que respecta a la forma concreta de algunas de sus letras o en el plano de ejecución espacial ‐a la altura del pecho en Europa y al nivel de los ojos del interlocutor en Estados Unidos‐, todo ello consecuencias lógicas y normales de su uso continuado y del propio paso del tiempo.
Dicho alfabeto manual, que durante sus tres primeras décadas de existencia pasó totalmente inadvertido, si en la actualidad resulta tan popular lo debe, de forma singular, a su segunda reimpresión aparecida en la Reducción de las Letras y Arte para enseñar a hablar a los mudos,[5] del aragonés Juan de Pablo Bonet, que aunque algo modificado, lo incluyo formando parte de su método pedagógico para sordos bajo el epígrafe de «alfabeto demostrativo».
Sin embargo, la obra de Pablo Bonet, que apareció el año 1620, al igual que la de Sánchez Yebra, en principio sufrió idéntico desinterés general hasta el año 1760. Momento en el cual tuvo lugar en París la apertura de la primera escuela pública y gratuita para sordos, primero con el apoyo económico de la corona y posteriormente el del propio gobierno francés, y dirigida por el abate Charles‐ Michel de l’Epée, al que sucedió su discípulo, el también abate, Roch‐ Ambroise Sicard, y en cuyo ambicioso programa de estudios se recogía el uso obligatorio, dentro de la escuela, de un alfabeto manual, el mismo que, tal como reconoció L’Epée en múltiples ocasiones, había publicado el español Pablo Bonet un siglo y medio antes.
Este hecho fue, sin duda, el principal motivo que propició la rápida expansión de aquel alfabeto por toda Europa. Unido además a la fama y el prestigio internacional alcanzado por aquella escuela, y más aún al convertirse aquella en el lugar obligatorio de referencia para la formación de los futuros maestros de sordos, incluidos los primeros españoles como fue en los casos de Fernández Navarrete o del hispano‐francés Antoine‐Josep Rouyer.[6]
Los motivos de la adopción de aquel alfabeto, por parte la escuela de París, debió obedecer a varias causas, puesto que en él convergía la sencillez de su aprendizaje, a diferencia de la complejidad de otros sistemas anteriores, y el hecho novedoso de que se podía ejecutar utilizando una única mano, en este caso la derecha. Cuyos dedos posicionados en unas formas concretas permitía poder imitar las letras minúsculas de la imprenta, conformando así de forma figurativa y física todas las letras del abecedario, y por lo tanto reconocibles por cualquier persona ilustrada, fuera esta oyente o sorda.
Pedro Ponce de León y el alfabeto manual
Por otra parte, el éxito internacional de los métodos de la escuela francesa, unido al de aquel alfabeto, provocó en España, en aquella época muy propensa a exacerbados sentimientos nacionales y patrióticos, el que se pasase a atribuir al benedictino español Pedro Ponce de León, un personaje del siglo XVI, no solo el haber creado un método pedagógico ideal para los sordos, por otra parte desconocido, sino también la paternidad de la invención de aquel alfabeto. Hechos ambos totalmente inexactos.
En la actualidad ambas afirmaciones todavía se mantienen en vigor dentro de determinados círculos, particularmente en los religiosos, apoyadas de antiguo en las equívocas e interesadas opiniones de algunas plumas insignes, destacando de manera particular entre ellas la del también benedictino Benito Feijoo.
“De París a Amsterdam y de Amsterdam a París, la gente discute acaloradamente sobre quién es el inventor del arte y ninguno recuerda a Fray Pedro Ponce, quien es indiscutiblemente el inventor .”[7]
Similar opinión, en cuanto hacía al alfabeto manual, fue suscrita también, en el siglo XVIII, por el erudito y jesuita Hervás y Panduro al decir que el alfabeto «que se prescribe en la obra de Bonet, se había usado en España desde que lo inventó el monge Pedro Ponce».[8] Y aunque más prudente, Fernández Villabrille, uno de los primeros directores de la Real Escuela de Sordos de Madrid, a mediados del siglo XIX, se seguía pronunciando en el mismo sentido:
“El abecedario manual que se enseña y se emplea en el Colegio de Sordomudos de Madrid […], es con corta diferencia el mismo que ya nos presentó Juan Pablo Bonet, en el año 1620, y probablemente sería el mismo que usase por los años 1580 el verdadero inventor del arte, Fray Pedro Ponce de León.”[9]
Fruto de todo ello, y de unas largas y estériles polémicas entabladas entre los partidarios de Ponce y de Pablo Bonet, han dado como resultado final el que actualmente exista dos formas habituales de denominar a aquel curioso alfabeto: conocido entre los profesionales en el ámbito internacional como «alfabeto manual español «, al contrario que en España, que de manera popular, y sin fundamento alguno, se le rebautiza castizamente como «alfabeto Bonet «.[10]
Pero, con independencia de aquellas absurdas escaramuzas intelectuales, en principio, hay una cuestión que debería admitirse, la de que el punto de partida de que se sirvió el creador de aquel anónimo alfabeto manual, de carácter figurativo, y por lo tanto no simbólico, popularizado gracias a la tardía difusión europea de la obra del aragonés Juan de Pablo Bonet, se encuentra, sin ningún genero de duda, en las fuentes clásicas. Puesto que obedecía en su origen a toda una larga tradición de scriptura digitorum que se venía arrastrando, durante siglos, desde el mismísimo mundo clásico.
Beda el Venerable
La muestra más palpable de ello es que, en el siglo VII, el monje inglés Beda el Venerable (672‐735), sin recordar, de forma harto curiosa, el viejo sistema galés ogámico, de carácter también dactilológico y simbólico, que pervivió hasta el siglo V, y por lo tanto más cercano geográficamente a su entorno, describe en su De Loquela per Gestum Digitorum un código manual de expresión numérica,[11] según él, muy difundido en la antigüedad clásica y, en desuso en nuestro ámbito próximo desde la caída del Imperio Romano de Occidente en siglo V, aunque vivo aún, en aquella época, entre la cristiandad oriental y en tierras islámicas.
Pero en realidad, y peor para las leyendas, no fue precisamente Beda el primero en descubrir el uso de aquel código, puesto que unos siglos antes ya habían comentado su utilización, aunque no tan en extenso, desde el griego Plutarco hasta los latinos Plinio, Quintiliano, Juvenal, Apuleyo o ya más tardíamente Macrobio, todos ellos sorprendidos por la facilidad de poder expresar mediante diferentes posturas de los dedos de ambas manos el paso del tiempo, su cálculo o su razón.
La diferencia residía en que este mismo sistema numérico, y según Beda, permitía a su vez la posibilidad de sustituir el valor numeral de sus símbolos por valores alfabéticos, siempre de acuerdo con el mismo orden que ocupaban las letras en el alfabeto latino. De esta manera el número uno podía representar la «a», el dos la «b» y así sucesivamente hasta el veintitrés que evocaba la «z».
El sistema era simple, la primera secuencia se ejecutaba flexionando primero, de manera sucesiva, y sobre la palma de la mano izquierda los dedos meñique, anular y corazón de esta, y posteriormente de forma combinatoria hasta simbolizar el número 9, que equivalía a la «i» permaneciendo mientras el pulgar e índice de la misma mano extendidos.
En la segunda secuencia, y tras figurar con los dedos pulgar e índice el símbolo particular de la primera decena, que evocaba el 10, y que consistía en apoyar la yema del índice sobre la segunda coyuntura del pulgar, dichos dedos quedaban fijos, ejecutándose con el resto las mismas posturas de la primera secuencia. Lo que equivalía a expresar 10 más 1, 10 más 2, etc., hasta la letra 19, igual a la letra «t», momento en el cual, tras ejecutar el símbolo correspondiente a la segunda decena, y fijando este, se volvía a seguir la pauta de la primera serie así hasta la letra 23, la «z».
Idéntico sistema se podía aplicar al alfabeto griego, pero existía una diferencia fundamental con el alfabeto latino, que residía en que a partir de la letra número diez del alfabeto griego, la «iota», que se simbolizaba con la primera decena, las siguientes letras se representaban directamente, a diferencia del latino, con los símbolos correspondientes a las decenas latinas, pasándose así en la letra 19 a figurar con las centenas, lo que equivalía, de seguir el sistema latino, que en esta última serie se pasaba a realizar con la mano derecha, y hasta un total de 27 letras.
Sin embargo, con indiferencia de las semejanzas o no de ambos sistemas, probablemente más antiguo el griego que el latino, aunque Plinio en su Historia natural atribuya el invento a Jano, el hecho de que ambos sistemas se inicien sobre la mano izquierda, y por su dedo meñique, implica que el desarrollo de ambos sistemas parte inicialmente de derecha a izquierda, a la inversa de las escrituras occidentales, e irrealizable con la mano derecha, puesto que de partir de su dedo meñique el sistema se invertiría. Ello podría apuntar al posible origen semítico del sistema, y por lo tanto mucho más antiguo, tal como algún autor clásico en su época ya sugería.
¿Variantes de uso?
Por otra parte, cabe remarcar una particular singularidad que se constata en las más tardías representaciones gráficas de Beda, en especial las del siglo XVI, momento en el cual, en apariencia, se cayó en un flagrante error en lo concerniente a la reproducción de sus figuras, y salvo que dicho error pase, sin entrar en detalle en la paleografía de la seña simbólica, porque en aquella época, y de forma práctica, las letras se ejecutaban tal cual figuran en los grabados.
La anomalía reside en que las clásicas indigitaciones de Beda, en aquel siglo, aparecen impresas, no en su primitiva versión latina, sino a medio camino entre el sistema de uso para el alfabeto el latino y la versión griega. Lo que significaba, en cierta manera, la amalgama de ambos sistemas.
Así, venía a resultar que las nueve primeras letras latinas minúsculas se figuraban idénticas con la mano izquierda, según el primitivo método latino, pasándose a representar la segunda secuencia alfabética con las «decenas», pero al estilo griego y con la misma mano.
De la misma forma que para simbolizar las letras mayúsculas latinas, ejecutadas con la mano derecha, se volvía a utilizar el sistema griego, o sea el de las representaciones de las «centenas» y los «miles», lo que da un total de solo 18 letras, tanto mayúsculas como minúsculas. Todo ello sin que ningún autor de la época explique, ni poco ni mucho, a que se debía tan espectacular modificación del sistema.
Pero lo más sorprendente es que incluso se produjeron importantes mutaciones en las formas de las posiciones dactilológicas que representaban a los números 20, 40, 200 y 400, lo que significaba otra importante alteración. Dicha anomalía se podría explicar sobre la base de una serie de factores determinantes, como son la velocidad de ejecución o el estilo peculiar de ejecutar la seña, y que falta esta de una confrontación con las señas previamente fijadas en un soporte material, pudieron fácilmente dar lugar a una transformación progresiva, tanto más perceptible cuanto más distara en el tiempo de su modelo primitivo. Lo que vendría a indicar de manera directa un largo y continuado uso del sistema.
Sin embargo, dicha explicación no sirve en cuanto hace a las formas tan singulares que se habían adoptado para representar concretamente las figuras dactilológicas correspondientes a los números 40 y 400. Ya que dichas figuras evocan, de manera sorpresiva, y sin una gran dificultad en el reconocimiento, la forma física del número «4», pero en su versión gráfica «arábiga». De esta manera, y de aceptar que fue en el siglo XVI cuando se pudieron popularizar en Europa dichos símbolos numéricos, indicaría que cuando mucho estas dos alteraciones concretas fueron realizadas, no largo tiempo atrás como era en principio de pensar, sino entre finales del siglo XV y mediados del siguiente, y por lo tanto eran casi contemporáneas.
Manos iconográficas
Pero a la fuerza tuvo que existir también otra tradición alfanumérica distinta ‐y necesariamente anterior‐ que procedía al revés, asignando un valor alfabético a distintas señas numerales, y no conforme a la posición de las letras en el alfabeto sino a la semejanza formal de tales señas naturales con los caracteres de la escritura uncial, que substituyó en los manuscritos a la escritura capital romana y que estuvo en pleno uso entre los siglos IV y VII, y, por tanto, en tiempos de Beda.
Es la tradición que recoge, entre otros, Juan Aventino (1477‐1534), aunque las toscas ilustraciones, de su Abacus (1532), [12] se nos presenten siempre erróneamente como una mera representación del primitivo sistema Beda, cuando en realidad es un híbrido. La misma tradición, sin duda, que debieron de tener en cuenta los pintores y tallistas del Románico cuando, al representar a Jesús niño, como en Santa María de Taüll (Lleida), o al Cristo majestad, de Sant Miquel d´Engoslasters (Andorra), dan a su mano derecha, la llamada Dextera Domini, que es la asociada simbólicamente con la rectitud o el poder del Padre, una configuración en que lo decisivo no es que corresponda a la del numeral «ocho» de Beda, que denotaría una «h» (o a la del «ocho mil»), sino que imite, como muestra Aventino, la grafía de la «i» uncial, letra inicial del nombre latino de Iesus. O hilando más fino a la «b» de bendecir.
Éste es un motivo que se va ha repetir en los más variados terrenos, desde la heráldica, en que aparece como «mano jurando» y «mano de justicia» ‐un bastón cuyo extremo superior lleva una mano jurando en oro‐, al de las marcas del papel en vigor en el sur de Francia entre los siglos XIV y XVII. Motivos todos ellos simbólicos que parece confirmar, al menos claramente los primeros, de que las formulas de Iuro y Iustitia debieron representarse bajo esta forma, puesto que evocaban la forma gráfica de su letra inicial, en este caso la «i».
De la misma época, y dentro también de la pintura románica catalana, son muy habituales las representaciones san Pablo que expone la palma de su mano derecha al frente unidos sus cinco dedos, que justamente representan en el pseudo Beda del Abacus de Aventino el «40», y que conforman de manera harto expresiva la «p», pero en carácter uncial.
Idéntica tradición podría explicar, de tener las claves precisas, muchas de las curiosas y antinaturales posturas de manos en los personajes de la iconografía religiosa cristiana, incluidas las de los propios iconos orientales, posiblemente descifrables en su tiempo, pero perdidas definitivamente con la aparición del Gótico al substituirse los dedos «parlantes» por elementos físicos, y que faltos de comentarios contemporáneos en la actualidad se habrían tornado irónicamente mudos.
En apariencia, perdida esta tradición, entre los siglos XIV y XV, y con la vuelta a los clásicos, se recupera de nuevo en algunos casos muy concretos, la tradición de Beda, pero de forma encubierta y erudita. Para poder ilustrar esta afirmación pondremos solo un ejemplo: el que contiene un manuscrito concreto de la British Library de principios del siglo XV,[13] en donde aparece una de las más tempranas representaciones gráficas de Geoffrey Chaucer (1340‐1400), el autor de los Cuentos de Canterbury.[14]
En el se puede admirar una iluminación marginal, a la izquierda del texto, donde está representado un Chaucer ya mayor que, aparentemente indicando el pasaje, ejecuta con su mano izquierda el número «3», que trascrito al alfabeto simbólico de Beda corresponde exactamente a la letra «c», la inicial de su apellido.
Seudobedas
Visto lo anterior, y si recapitulamos, es fácil poder llegar a la conclusión de la existencia de, cuando menos, dos variantes muy diferenciadas, basadas ambas, en el primitivo sistema alfabético de Beda. Basta para ello con recordar la propuesta original de Beda; la de la simple substitución del número por las letras del abecedario en función de su posición.
A partir de ella, se debió generar la primera variante: la utilización de la seña numérica de acuerdo con su semejanza con los caracteres de la escritura uncial, con total independencia de su posición. La posiblemente detectada entre los siglos XII y XIII, y más concretamente en las pinturas religiosas.
Y la segunda, y más moderna, en la cual al iniciarse la segunda secuencia de las letras minúsculas se rompía el primitivo sistema latino, al pasarse de la figura simbólica del número «10», no al diez más uno, como se ejecutaba en la versión original, sino a la segunda decena, el «20», lo que significaba el seguir el modelo griego. Modificación que se confirma al utilizarse en este nuevo sistema los «cientos» y los «miles» del modelo griego para la elaboración de las letras mayúsculas, pero que en este caso concreto no se ejecutaban ya con la más que habitual mano izquierda, sino con la derecha.
Modificación esta última fundamental, puesto que, en cierta manera permitía, obviamente, encriptar el mensaje dactilológico, al mezclarse el sistema básico latino con el foráneo griego, cambiando incluso de mano, lo que induce el sospechar que esta nueva creación, más que probablemente, debió obedecer a un uso principal en fines militares.
Sistemas
Inscrito dentro de las corrientes clásicas de alfabetos simbólicos se podría también catalogar otro código alfabético simbólico diferente recogido, en siglo XVI, por Juan Bautista Porta, en su libro De furtivis literarum,[15] donde para significar las letras, solo hacía falta el señalar diferentes partes del cuerpo, según él un antiquísimo sistema romano. De esta manera, las orejas, auris, representan la A, la barba representa la B, caput, la cabeza, la C, dentes, los dientes, la D, y así sucesivamente.
Dentro de aquellas corrientes, pero ya en el siglo X, en las Biblias latinas empiezan a menudear dibujos de dactilología sin un fin concreto, pero que fructificaron de manera espectacular con la introducción de un lenguaje manual, representado por medio de señas o signos pero simbólicos, reglamentado dentro de las prácticas de la observancia claustral, para su uso en los momentos de silencio.
Sistema de origen cluniacense y que se remonta a los tiempos de san Odón (926‐942), y que cada congregación religiosa individualiza a su gusto y manera. El cual no debe confundirse, en ningún caso, como habitualmente sucede, con la lengua de señas propia de las personas sordas, puesto que nada tienen en común, al constituir en si un lenguaje estructurado y pensado por y para personas oyentes.[16]
Es también en el siglo X cuando un benedictino italiano, Guido de Arezzo, ideó para los alumnos de música, un procedimiento mecánico de memorización para el aprendizaje y uso del sistema hexacordo conocido vulgarmente como la «mano musical» o «escala aretina», con el cual se podía interpretar el canto llano o gregoriano, lo que representó la invención de otro nuevo código, igualmente de carácter simbólico.
Tal procedimiento, que se generalizó de manera espectacular y que, pronto fue modificado por la adición de un séptimo grado de la escala ‐el si, de las letras iniciales de Sancte Ioannis ‐,[17] estuvo en vigor hasta el siglo XVII, en que se adoptó el sistema musical ortocordo, consistía en tener a la vista el dibujo de una mano izquierda o ésta misma en la que se habían anotado, con tinta, siete letras diferentes asignadas por todas las coyunturas de la mano, comenzando desde la punta del dedo pulgar en el siguiente orden: «g», «a», «b», «c», «d», «e», «f».
Sin embargo, el método de Guido de Arezzo, de indicar las notas mediante letras, no era precisamente de su invención, sino que provenía del mundo clásico. Para ello basta recordar que en la notación musical griega, la más antigua de Occidente, se hacían servir quince letras del alfabeto griego para designar las notas musicales para la voz. La misma notación que adoptaron los romanos que, a partir del siglo V, se limitaron a sustituir las letras griegas por las latinas, reduciendo, eso sí, el sistema a hexacordo, es decir, lo basaron en una escala diatónica de sólo seis notas.
Propuestas similares a la Guido de Arezzo, pero mucho más tardías las encontramos en la Declaración de instrumentos musicales [18](1555), de fray Juan Bermudo, para interpretar música de órgano, no sobre la base de la mano izquierda sino sobre su dedo índice, con notación alfabética y «spherica» o circular, o en la obra El Melopeo [19](1613) del maestro napolitano Pedro Cerone, donde el código alfabético de la mano ha sido substituido por el numérico que alcanza 22 grados.
Manos, pero con valor alfabético, aparecen también, por ejemplo, al pie de una lamina miniada del libro inglés La vida y las fábulas de Esopo , publicado en el Reino Unido hacia 1490 y que forma parte de la afamada colección de Rotschild, donde su pie explícita que «Esopo empieza a ser consciente de su nueva habilidad para llamar a cada cosa por su nombre».
Pues bien, lo curioso es el artificio de que se vale el artista para representar al personaje llamando «a cada cosa por su nombre», al hacerle señalarse con el índice derecho la coyuntura inferior del pulgar izquierdo, que de aplicarse el sistema musical «aretino» figura la letra «b». Esto, sin que los especialistas de arte o los bibliógrafos hayan reparado en ello, ni expliquen tan extraño comportamiento en el personaje, máxime cuando todo el grabado es, en sí, un puro criptograma, aún por analizar, de la propia vida de Esopo.
Similares sistemas, pero con las articulaciones de los dedos numeradas, fueron también utilizados de habitual para la averiguación de las fiestas dominicales, las calendas, los idus y las nonas, tal como recoge tardíamente el Computus ecclesiasticus per digitorum articulos de Cristóbal Clavio.[20]
O anteriormente, con valor gramatical, tal como aparecen en la obra Ars constructionis ordinandae,[21] de Pedro Pentarcus, publicada a finales del siglo XV, donde se nos presenta una mano en cada uno de cuyos dedos se sitúa un elemento de la oración gramatical con sus accidentes, o en la obra de Juan Pérez de Moya Matemática práctica y especulativa,[22] probablemente subsidiarias todas ellas de antiguos sistemas clásicos.
Manos, primero con valor alfabético, al estilo de las «aretinas», o con valor gramatical al modo de Pedro Pentarcus, pero con conjunciones y preposiciones castellanas, formaron parte de la estrategia pedagógica seguida por el castellano Pedro Ponce de León, el primer maestro conocido de sordos, en el benedictino monasterio de Oña en Burgos en 1550[23]:
“Estas letras que en esta mano están escriptas, según están en sus coyunturas, sé las escrivirá al mudo en su mano y coyunturas para que, como las escribe por orden en la materia [es decir, en la muestra caligráfica], también las entienda por orden en su mano y coyunturas […].”[24]
Pero al final, y resumiendo, todas estas técnicas en su conjunto no dejaban de ser sistemas manuales y, en muchos de los casos de aplicación mnemotécnica, encaminados al campo de la pedagogía, simbolizados la mayoría de ellos en la mano izquierda a fin de dejar la derecha libre para usar, en su caso, el índice de ésta como puntero, y por ello diríamos que primos hermanos de la mano «aretina» o mano «musical» de Guido de Arezzo.
Tipología de los alfabetos manuales
Pues bien, quien a la luz de estos datos se empeñe todavía en identificar cualquiera de los anteriores sistemas con el llamado «alfabeto español», seguirá condenado tristemente a no entender absolutamente nada. Pero hay que admitir que, ante todo, se impone recurrir a una clasificación, ni que sea elemental, de los diferentes sistemas manuales de expresión alfabética que permita someramente rastrear las filiaciones respectivas.
Tenemos, por un lado, la dactilología «simbólica» de primer grado o directa, que pretende simbolizar las letras mediante distintos puntos de la palma de mano izquierda que señala el índice derecho ‐y que es, por tanto, «bimanual» (Ponce), y la de segundo grado o indirecta, que, con el mismo objetivo, requiere la mediación de otros símbolos (Porta), y, por otro lado, la dactilología figurativa ‐alfabeto «unimanual»‐, en que las configuraciones de la mano derecha imitan con mayor o menor fortuna la grafía de las letras. Y ésta última es la que nos atañe.
Alfabetos manuales y jeroglíficos
En España, si actualmente se pregunta a las personas sordas por el nombre del inventor del alfabeto manual español, por tradición adquirida durante su enseñanza habitual en instituciones religiosas, citan siempre al benedictino Pedro Ponce de León,[25] olvidan a Juan de Pablo Bonet y desconocen al pionero Sánchez Yebra. Por el contrario, muchos de los especialistas en el lenguaje de señas están de acuerdo en que el alfabeto español tuvo su origen, como no, en Beda el Venerable.
Respuestas erróneas, puesto que la primera es falsa y la segunda relativamente cierta. Para comprobarlo basta con darse un somero paseo por la historia que precedió a su creación, influenciada, muy en particular, por la curiosidad causada por los misteriosos jeroglíficos egipcios.
Por aquello del azar, el personaje que vendría a desencadenar la primera aparición impresa del alfabeto manual español fue el franciscano fray Juan de Fidanza y Ritelia (1221‐1274), conocido como el venerable doctor San Buenaventura, natural de Banarca de Toscana (Italia), al cual se atribuye un Alphabetum religiosorum incipienium, que consistía en una serie de oraciones que se iniciaban con unos dísticos, con los cuales se seguía, de manera ordenada, las letras del alfabeto latino todavía en boga. Lo que en el fondo no dejaba de ser una cartilla escolar o abecedario compendiado en catecismo y por lo tanto muy lejano del sistema Beda.
En 1518, aparece Polygraphia sen artificium linguarum,[26] obra del benedictino Johann von Trithemius (1462‐1516), donde se vuelve a recoger y comentar la obra de Beda el Venerable, pero sin entrar en más honduras.
Una relación del escrito de Beda vuelve aparecer en la obra, ya vista, del Abacus de Juan Thurmayr, alias Johannes Aventino (1466‐1534), de 1532, por otra parte sin más consecuencias, salvo habernos prestado el conocimiento de las importantes alteraciones sufridas en el antiguo código.
Otro eslabón de la misma cadena es Giovanni Pierio Valeriano Bolzani (1477‐1558), que al escribir su obra Hieroglyphica Aegiptiorum recogió en ella 36 grabados correspondientes a diferentes posiciones de la mano, que según él representaban el código numérico de Beda. Tal como veremos, este autor será otro posible responsable indirecto de la creación del alfabeto manual español.
La aproximación más seria, a lo que sería el alfabeto manual, es la del dominico italiano Cosme Rossellio (1579), que en su Thesaurus artificiosae memoriae [27] reproduce 52 dibujos diferentes de manos con las que poder representar el alfabeto latino. Y donde la alternancia de manos, tanto de izquierdas como derechas, permite que algunas de las letras lleguen a tener hasta tres formas distintas de elaboración e incluso, en algunos casos, con distinción entre las mayúsculas y las minúsculas. Por otra parte, la ingeniosa propuesta de Rossellio, que no pasaba para nada por Beda, tampoco prosperó (un detalle de los grabados de Rossellio se ilustra al principio de este artículo).
Finalmente, en 1593, cuando se edita la obra del franciscano español fray Melchor Sánchez de Yebra Refugium infirmorum, en la cual se reimprime, 300 años más tarde y en castellano, la supuesta obra de Fidanza, Alphabetum religiosorum incipienium, es cuando aparece impreso por vez primera al alfabeto manual español. Donde al principio de cada dístico y en la parte superior del mismo, con diferencia de su antecesor, se ha dibujado una posición de la mano derecha que representa en su forma, con mayor o menor acierto, la imagen física de la letra sin más leyenda explicativa que la figura de ésta «bordada» en los encajes del puño.
Según los consejos de Sánchez Yebra, este alfabeto digital figurativo, que corría por Castilla hacía ya algunos años como entretenimiento culto, podía utilizarse como medio para confesar a los sordos, a las personas duras de oído e incluso, de aprenderlo todo el mundo, los moribundos que se vieran privados de la voz en sus últimos instantes.
Y este mismo alfabeto, con variantes significativas de representación en cuanto hace a cuatro de las señas de sus letras, la «l», «u», «m» y «n», puesto que figuran las dos primeras con los dedos elevados hacia arriba y las dos segundas con los dedos inclinados hacia abajo, de configuración en ocho de ellas, la «b»,»d»,»e»,»g»,»h»,»o»,»p» y «q», al haber alteraciones posiciónales de los dedos y con dos innovaciones, en el caso de la «j» y la «ñ», al indicar figuras de señas que no da Sánchez Yebra, es el que aparece, 27 años más tarde, en la obra de Juan de Pablo Bonet La reducción de las letras, sin que Pablo Bonet se molestara en explicar sus orígenes, es de suponer no por mala fe, como se afirma, sino por darse más que sabido.
Pero Pablo Bonet, a diferencia de Sánchez Yebra, obviando la aplicación religiosa de aquel alfabeto manual propone su uso pedagógico. En este caso, de forma directa y exclusiva, a la primera fase de la enseñanza de la persona sorda: la de la alfabetización, base primordial de su sistema educativo.
El alfabeto «Q»
Una de las pruebas más palpables de la vulgarización de aquel alfabeto, en el siglo XVII, aparece tres años más tarde, de la edición de Pablo Bonet, en la obra del impresor y autor Juan Bautista de Morales Pronunciaciones generales.[28] En ella, Morales, sin citar a Sánchez Yebra, y aún menos a Juan de Pablo Bonet, describe por escrito, como novedad, un alfabeto manual que, con algunas ligeras variantes, se encuentra más próximo al publicado treinta años atrás por Sánchez Yebra que al propio de Pablo Bonet.
Pero, lo más sorprendente es que Morales adjudica, sin recato, el nuevo invento al particular ingenio de Manuel Ramírez de Carrión,[29] en aquellos días secretario e interprete del marqués del Priego, un sordo cordobés notorio, y mecenas de la imprenta del propio Morales. Afirmación esta, a la vista de las pruebas, más que falsa.
Por otra parte, el hecho de que ninguno de estos autores citados reivindique para sí la paternidad del alfabeto que publicitaron lleva a pensar que lo más sensato sería el aceptar, sin más, que si no lo hicieron fue, sencillamente, porque no eran sus autores. En cuyo caso su semejanza básica no puede deberse más que al hecho simple de que eran todos ellos tributarios de uno anterior desconocido, recogido eso si en primer lugar por Sánchez Yebra, al que llamaremos aquí alfabeto «Q».[30]
Y aunque sea muy poco lo que sabemos de aquel alfabeto «Q» lo evidente es que, el alfabeto unimanual español, arrancaba en línea recta de la vieja tradición de imitación con la mano de la grafía de las letras unciales, una dactilología plenamente figurativa detectada en parte en los siglos XI y XII.
Si además tenemos en cuenta que en la mayoría de las señas alfabéticas la semejanza con las letras minúsculas y del tipo cursiva impresa ‐que grabó por vez primera Griffo, por encargo de Aldo Manuzio, en 1501‐, parece radicar en la configuración que forma el dorso o el borde del pulgar con el borde de algunos otros dedos, y también que mediando una treinta de años entre los alfabetos de Sánchez Yebra y Juan de Pablo Bonet, son estos muy semejantes, se puede aceptar la doble hipótesis de que el alfabeto «Q» debió haber visto la luz ya avanzado el siglo XVI, y que además debió ser muy parecido al impreso en primer lugar por Sánchez Yebra.
Por otro lado, un tercio de los 21 dibujos de las manos de la obra de Sánchez Yebra, similares en su mayoría a las reproducidas tardíamente por Pablo Bonet, resultan casi un calco extraído de otra obra anterior, Hieroglyphica Aegiptiorum,[31] un auténtico «best‐seller» de la época con numerosas reediciones, obra del italiano Giovanni Pierio Valeriani, donde los mismos dibujos, pero con valor estrictamente numeral, sirvieron a Pierio para, de nuevo, ilustrar y comentar a Beda, con errores tipográficos incluidos, puesto que nombra como centenas las señas que, según Beda, representan millares y viceversa.
Del cual debió servirse un anónimo personaje castellano para crear un tercio del alfabeto manual, ya que, tal como se aprecia en el nuevo sistema propuesto por Sánchez Yebra, bastó el oportuno «reciclaje» de varios de sus símbolos para formar concretamente siete consonantes (f, m, n, q, r, s, t) que se corresponden exactamente, en su forma y figura, a otros tantos numerales que expresaban centenas y millares del primitivo código numérico manual de Beda (4000, 100, 200, 400, 500, 1000, 8000), quizá tomados en préstamo de alguna versión dibujada de aquél y no precisamente de la más antiguas.
Fallecido Pablo Bonet, en 1633, el inglés John Bulwer publica, en 1644, su Chirologia, 32 en cuyos dibujos se puede apreciar su propuesta de unos gestos «naturales», ejecutados con ambas manos, y encaminados a reforzar la retórica del discurso. Lo que no dejaba de ser un sistema bimanual de señas simbólicas asumible tanto por los oyentes como por las personas sordas, y que dará lugar a un lenguaje bimanual de expresión para sordos que pervivirá en Inglaterra hasta principios del siglo XIX.
En España, tendríamos que esperar a que Hervás y Panduro publique su Escuela española de sordomudos, en 1795, para conocer lo que puede calificarse, de manera formal, como la primera propuesta seria de un diccionario básico y elemental de señas españolas. Aunque muchas de aquellas señas provengan directamente de las propias experiencias pedagógicas de Hervás y Panduro con los alumnos sordos de la escuela de Roma, dirigida unos años antes por el abad Tommaso Silvestri, antiguo discípulo de L’Epée.
Tras la propuesta de Bulwer, unos años más tarde, en 1680, el también inglés George Dalgarno publica su Didascalophus, donde propone un nuevo alfabeto simbólico sobre la mano izquierda, con las letras repartidas entre las falanges y en la punta de los dedos, el cual se indica, como ya es habitual, con el índice de la derecha. En los años siguientes franceses e ingleses siguen proponiendo alfabetos similares al de Dalgarno, todos ellos imitaciones de las manos «musicales» o «aretinas», en uso todavía en aquellas fechas.
Pero, todos estos sistemas poco a poco irán remitiendo, entrando para siempre en vía muerta, al popularizarse a finales del siglo XVIII, y por mediación de la escuela de sordos de París, el llamado alfabeto manual español. Que en realidad, y mal que pese a nuestro amor patrio, no deja de ser en sustancia una reminiscencia de lo que en su día fue un clásico código digito numérico. 32 John Bulwer, Chirologia, or the natural language of the hand, composed of speakins motions, and discursing gestures thereof , Londres, T. Harper, 1644.
Notas
[1] Todas las gráficas que ilustran este artículo han sido tomadas del libro Historia de la educación de los sordos en España y su influencia en Europa y América, de Antonio Gascón Ricao y José Gabriel Storch de Gracia y Asensio (2004, Madrid: Ramon Areces). Se reproducen con permiso de los autores.
[2] Antonio Gascón Ricao, La influencia de los sistemas digitales clásicos en la creación del llamado alfabeto manual español. En Humanismo y Pervivencia del Mundo Clásico. Homenaje al profesor Antonio Fontán, Vol. 5, Instituto de Estudios Humanísticos de Alcañiz y Universidad de Cádiz, Teruel 2002.
[3] Escritor e historiador, colaborador en el Área de Historia de Títulos Propios de Lengua de Señas Española en la Universidad Complutense de Madrid.
[4] Fray Melchor Sánchez de Yebra, Libro llamado Refugium infirmorum, muy útil y provechoso para todo genero de gente, en el qual se contienen muchos avisos espirituales para socorro de los afligidos enfermos, y para ayudar a bien morir a los que están en lo ultimo de su vida; con un Alfabeto de S. Buenaventura para hablar por la mano, Madrid, Luys Sánchez, 1593.
[5] Juan Pablo Bonet, Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos, Madrid, Francisco Abarca Angulo 1620.
[6] Susan Plann, «Roberto Francisco Prádez: sordo, primer profesor de sordos», Revista Complutense de Educación, vol. 3, nº 1y 2, 1992, pp. 237‐262.
[7] Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, Cartas eruditas y curiosas, vol. IV, Madrid, Imprenta del Supremo Consejo de la Inquisición, 1759, p. 95.
[8] Lorenzo Hervás y Panduro, Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español , 2 vols. , Madrid, Fermín Villalpando e Imprenta Real, 1795.
[9] Francisco Fernández Villabrille, Diccionario usual de mímica y dactilología, Madrid,Colegio de Sordomudos y ciegos, 1851.
[10] Antonio Gascón Ricao, «El misterioso origen del alfabeto manual español. De Pedro Ponce de León a Manuel Ramírez de Carrión (1550‐1623)», Conferencia, 27 de enero de 1999, Biblioteca Pública Arús, Barcelona.
[11] Venerabilis Beda, De temporum Ratione I, I De computo nel Loquela Digitorum, Corpus Christianorum, Series Latinas, vol. CXXIII B, pp. 268‐271.
[12] Juan Aventino (Johann Turmair), Abacus atque vetustissima veterum latinorum per digitos manusque numerandi quin et loquendi consuetudo ex Beda cum picturis et imaginibus, Ratisbona, J. Knol, 1532.
[13] British Library, MS Royal 17. D. vi, f. 93v.
[14] Lois Bragg, «Chaucer´s monogram and the ‘hoccleve portrait’ tradition», Word & Image, vol. 12, nº 1, enero‐marzo 1996.
[15] Giovanni Battista Porta, De furtivis literarum notis, vulgo de Ziferis, Nápoles, J.M. Scotum, 1602.
[16] Libro de las señales, Monasterio de Montserrat, Ms. 46, f. 74‐94v.
[17] Se atribuye a Paulo Diácono, en el IX, el himno litúrgico dedicado a San Juan Bautista que dio lugar a las notas musicales: UT queant laxis/ REsonare fibris,/ MIra gestorum/ FAmuli tuorum,/ SOLve polluti/ LAbii reatum/ Sancte Iohannes.
[18] Juan Bermudo, Comiença el libro llamado declaracion de instrumentos musicales, Ms.86, Biblioteca de Catalunya.
[19] Pedro Cerone de Bérgamo, El Melopeo y Maestro, Tractado de Musica Theorica y Pratica en que se pone por extenso, lo que uno para hazerse perfecto Musico la menester saber , Ms. 407‐408, Biblioteca de Catalunya.
[20] Cristóbal Clavius, Computus ecclesiasticus per digitorum articulos mira facilitate traditus, Roma, A. Zaunettum, 1558.
[21] Petro Pentarcus Syderatus (Petrus de Torribus), Ars constructionis ordinandae, Salamanca, s/e, 1499.
[22] Juan Pérez de Moya, Matemática práctica y especulativa, Salamanca, Mattias Gast, 1562.
[23] A. Eguiluz Angoitia, Fray Pedro Ponce de León. La nueva personalidad del sordomudo, Madrid, Obra Social Caja de Madrid, 1986.
[24] Fray Pedro Ponce de León, Pliego sobre la educación de los sordomudos, Archivo Histórico Nacional, Clero, Legajo 1319, Madrid.
[25] Dom Justo Pérez de Urbel O.S.B., Fray Pedro Ponce de León y el origen del Arte de enseñar a hablar los mudos, Madrid, Obras Selectas, 1973.
[26] Johann von Trithemius, Polygraphiae, Oppenhemie, Joannis Haselberg, 1518.
[27] Cosme Rossellio, Thesaurus artificiosae memoriae, Venecia, A. Paduanium, 1579.
[28] Juan Bautista Morales, Pronunciaciones generales de lenguas, ortografía, escuela de leer, escribir y contar y significación de letras en la mano, Montilla, Juan Bautista Morales, 1623.
[29] Manuel Ramírez de Carrión, Maravillas de la naturaleza en que se contienen dos mil secretos de cosas naturales, Córdoba, Francisco García, 1629.
[30] Antonio Gascón y Ramón Ferrerons, «Goya, referencia obligada para la historia del origen y evolución del llamado alfabeto manual español», San Lorenzo del Escorial, (Ponencia), Curso de Verano Barreras de comunicación y derechos fundamentales, 20‐24 de julio de 1998.
[31] Giovanni Pierio Valeriani, Hieroglyphica sive de sacris Aegiptorum aliarumque gentium literes comentarii , Basilea, Thomam Guarinum, 1567, p. 268.
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