Por Mitzi Elizabeth Robles Rodríguez[1],
Ciudad de México, 2015.
Sección: reseñas
Reseña de
Cruz Aldrete, Miroslava (coord.), Manos a la obra: lengua de señas, comunidad sorda y educación, Bonilla Artigas Editores-Universidad Autónoma de Morelos, México, 2014, p. 21.
Los libros son una especie de brújulas que nos orientan a través del espacio y del tiempo; nos dicen mucho sobre las circunstancias y la sociedad en la que surgieron. Reflejan una preocupación y, en muchas ocasiones, también una ocupación; establecen senderos que al andarse muestran los progresos y retrocesos de la humanidad. Manos a la obra: lengua de señas, comunidad sorda y educación ilustra con acierto una parte fundamental del sistema social en el que nos hallamos inmersos. Además de cuestionarnos sobre lo que se está haciendo en la educación con la comunidad sorda, nos induce inevitablemente a reflexionar sobre la forma en cómo nos hemos asumido como sociedad: democrática, diversa, inclusiva, símbolo de un orden sustentado en el reconocimiento de la dignidad y derechos humanos.
No es mínimo el reto que se encuentra implícito en la obra que hoy celebramos. No hay temas aislados, la cuestión no sólo es educativa, es además social, cultural y política. En la actualidad, el discurso imperante alude a una comunidad en la que, al menos hipotéticamente, todos los ciudadanos son contemplados en la construcción de proyectos por los cuales, se piensa, es posible lograr el pleno desarrollo individual y colectivo. Sin embargo, en la realidad con frecuencia constatamos justo lo contrario.
La preocupación que intuimos forja este libro es una prueba de ello: una sociedad que se define diversa y democrática paradójicamente ignora que la diversidad no sólo se menciona, por el contario, se asume desde el reconocimiento, la valoración y potencialización de lo que nos parece diferente, es decir, de aquello que sale de nuestros esquemas del mundo. Con la comunidad sorda, al ser un grupo minoritario, pasa más o menos lo mismo que con las comunidades indígenas, queda marginada y limitada en el acceso a los distintos sistemas de satisfacción de necesidades básicas, entre estos el sistema educativo, el cual evidentemente se ha quedado rezagado frente a las demandas mínimas de todo proceso de aprendizaje. Quizás una de las razones es que impera una percepción errónea de las lenguas de señas: se da por hecho que éstas son solamente un conjunto de gestos que carecen de estructura gramatical y que, por lo tanto, no han de ser consideradas unas lenguas dignas de ser reconocidas, fomentadas y difundidas. Lo que trae como consecuencia es la incapacitación de los sordos frente a otros sistemas de comunicación.
Según la investigación de Miguel Ángel Villa Rodríguez, “Se ha demostrado que la adquisición temprana de una lengua, de señas u oral, afecta de manera importante tanto la competencia en la primera lengua como las subsecuentes que se aprendan”.[2] De ahí que deba aceptarse como lengua natural de los niños sordos la lengua de señas, pues ello les daría la oportunidad de adquirir una estructura lingüística que les dé “el desarrollo de la competencia lingüística” desde su propio sistema de comunicación. El hablar de estructuras y competencias lingüísticas nos debe dar la certeza de que estamos frente a lenguajes también complejos que no sólo son catalizadores de procesos de comunicación amplios, además implican, como sucede con las lenguas orales en general, sistemas interpretativos del mundo. Lo cual no quiere decir, como bien advierte Miroslava Cruz en una de sus aportaciones, que sean “calcos de las lenguas orales dominantes”.[3] Ahí radica una de las muchas virtudes de este libro: reconoce la independencia, originalidad y riqueza de las lenguas de señas frente a las leguas orales.
Así pues, Miroslava Cruz nos explica que en la construcción de las lenguas, hay una diferencia fundamental, entre la de señas y la oral. Ella dice: “Mientras que en las lenguas orales cada palabra o enunciado se organiza en forma predominantemente secuencial, en las lenguas de señas la organización de los signos, además de secuencial, es simultánea y espacial”,[4] es decir, que la construcción de los significados es parte de un sistema lingüístico sumamente elaborado que comunica con efectividad todo tipo de pensamientos, a través de una especie de imágenes que suplen a la palabra oral y que se construyen con el cuerpo y con el espacio. No nos detenemos en el análisis fonético, sintáctico y semántico que realiza Cruz para mostrar la existencia de una estructura lingüística en las lenguas de señas por cuestiones de extensión, sin embargo, es importante valorar este tipo de análisis ya que son los que articulan el debate duro sobre el tema.
Hablar sobre la comunidad lingüística de los sordos es hablar también sobre inclusión, exclusión y/o normalización de las diferencias. Visto así el asunto, es complicado si tomamos en cuenta que dentro de la discursiva social a un sordo se le llama “discapacitado”, con toda la carga negativa que conlleva el concepto y que remite a la idea de la necesidad de dar un “tratamiento especial” que, sin embargo, no logra cubrir las necesidades reales que demanda dicho tratamiento. Lo único que sucede es que en el entramado social se normaliza frente a la mirada cotidiana de los “no sordos”, de tal manera que la diferencia que subsiste pasa desapercibida, se deja de tomar en cuenta y se abandonan los esfuerzos y proyectos que apuestan por la construcción de sistemas sociales, políticos, educativos, económicos y culturales, capaces de responder a las necesidades de la diversidad que al inicio evocamos.
De tal manera que un acto que parece “inclusivo”, “integrador” –porque en la supresión de la diferencia se piensa que todos caben dentro del mismo modelo de subsistencia-, en realidad es “excluyente”, hay un sistema hegemónico de necesidades que suprime otras igual de vitales pero que se dejan de lado por no ser propias del grupo mayoritario. A esto hay que agregar que ha sido una constante histórica el pensar que, en el proceso de la construcción del conocimiento en donde la enseñanza-aprendizaje es eje medular, el discurso oral (la palabra, el logos) adquiere primacía como representación de la racionalidad de los seres, por eso no extraña que durante mucho tiempo lo sordos hayan sido erróneamente señalados como sujetos incapaces de adquirir educación. Por fortuna, en trabajos tan serios como los que encontramos en este texto, se ofrecen suficientes argumentos que contradicen por completo lo que durante siglos fue innegable. No hay que hablar de una Racionalidad, hay que hablar de racionalidades.
Por decir un poco más al respecto, es reveladora la aportación de Massone, Curiel y Vera Flores, con la cual reivindican a las lenguas de señas al mostrar que sin importar que sean “puramente conversacionles” –es decir que no hay escritura-, es definitivo hallar en ellas mecanismos retóricos tal como sucede con todas las demás lenguas. Es no sólo sorprendente e inquietante, sino también admirable ver en un poema pensado por Carlos Vera Flores (Sordo Argentino), el “bien decir” a través de señas que, además de dar cuenta de la profunda manifestación artística que puede florecer el lenguaje de señas (un lenguaje de señas en el que es posible manifestar una especie de razón poética) es centro, como dicen los autores, de un “acto performativo” que siempre toma en cuenta al “otro” (al no sordo), de tal manera que lo que busca es lograr un impacto significativo en la sociedad que, paradójicamente, los excluye.
En efecto, el déficit auditivo no es causa lógica del déficit comunicativo, lingüístico y cognitivo, por el contrario, diríamos, la sofisticada capacidad lingüística de los sordos les coloca como sujetos con alto potencial cognitivo y dotados de elementos que les permite un acceso idóneo al conocimiento, la información y la cultura. Esto debe ser innegable si seguimos pensando que el proyecto de contextos como el nuestro debe ser la construcción de una sociedad verdaderamente plural, inclusiva, justa y democrática.
En este sentido, resulta urgente salvaguardar la diversidad lingüística y las lenguas de señas que sin duda forman parte de una realidad cultural múltiple que no debe pasarse por alto. Es Jordi Serrat quien, con un estudio significativo sobre la comunicación de las personas sordas “signantes”, deja claro que éstas “gozan de un patrimonio cultural compartido –sea o no definido en términos identitarios o étnicos-, que se plasma en un determinado comportamiento social”.[5] Lo anterior significa que hay una estructura sociocultural sobre la cual se erige una comunidad sorda signante, la cual refleja una inclinación natural a los procesos comunicativos que hacen posible el intercambio de experiencias. Sin embargo, lo que sigue haciendo falta, nos parece, es el desarrollo amplio de mecanismos que garanticen, precisamente, el reconocimiento de las lenguas de señas y, con ello, su protección y difusión. Aquí es pertinente llamar la voz de Boris Fridman Mintz. Él dice:
La condición que define la sordera es más que nada social y lingüística. Podemos cruzarnos con una sorda en la calle sin percatarnos de que lo es. Sin embargo, cuando tratamos de entablar una conversación con ella descubrimos la diferencia. Al no poder comunicarnos solemos reaccionar con desasosiego, tal vez pensemos que tiene algún problema mental, sin siquiera pensar que pudiera ser sorda […] El humano es en esencia un ser social y su identidad social no se puede separar de su lenguaje. La identidad de cada uno se forja en el lenguaje. […] La mayoría de los sordos en México conforman una más de las minorías étnicas de nuestro país, no sólo porque constituyen una comunidad lingüística, sino porque a lo largo de su existencia, como individuos y como grupo se relacionan con el mundo de una manera singular.[6]
Que no por ser “singular” es inferior a la manera en cómo nosotros, los no sordos, establecemos esa relación dialógica con el mundo. Por el contrario, es un modo de comprensión e interpretación complejo. La experiencia (la percepción) debe ser riquísima en el detalle y la sensibilidad con la que se asimila la existencia.
La lengua de señas es inherente al ser sordo, sin embargo, como bien ilustra Johan Cristian Cruz, históricamente ha sido relegada y, hasta cierto punto, abandonada, aún hoy en día, dice él, “es común que los profesionales de la salud recomienden a las madres de los niños sordos eviten el aprendizaje de la lengua de señas con la finalidad de no entorpecer la adquisición de la lengua oral”.[7] A simple vista esto representa un contrasentido, pues nos estamos refiriendo a una primera lengua que tiene los mismos atributos que cualquier otra y que es capaz de destacar las capacidades lingüísticas de quienes hacen uso de ellas.
Pensar lo contrario es el residuo de haber asumido a través del tiempo que el oído es el medio más importante con el que cuentan los seres humanos para construir redes humanas desde las cuales se estructura el medio social. Si se parte de ese punto entonces se puede entender por qué no puede disociarse la imagen del sordo con la del enfermo discapacitado. Una idea fuerte que atenta por dos polos distintos la necesidad de la inclusión de quien no cuenta con el oído como principal instrumento de relación con los demás. El sordo enfrenta una doble estigmatización que, en realidad, como revela la exposición de Jordan Cruz, en México se enfatizó desde la segunda mitad del siglo XIX. Desde esos años, la salud del oído recibió un significado que no sólo estaba en función del detrimento de la salud sino que los daños alcanzaban el desarrollo social de quien tenía la peculiaridad de haber nacido sordo o de haber perdido por alguna razón dicho sentido, paulatina y completamente.
La constante ha sido la misma, se piensa en el sordo como “el otro” pero desde el criterio del “déficit” y no se comprende que así como sucede con el oralismo, las lenguas de señas dotan de identidad y de sentido de pertenencia a quienes las tienen como primeras lenguas, las cuales, además, tenemos que decir, no están eximidas de construir posicionamientos políticos y culturales que reivindican el discurso de la otredad como dispositivo de creación de nuevos espacios de inclusión y participación social, que rompan con las dinámicas hegemónicas dominantes que tienden a colocar a quienes están en “posiciones diferentes” respecto a la llamada “mayoría”, como impedidos, inválidos o minusválidos.
El “otro expresa y descubre”, como diría Levinás, un auténtico pensador de la otredad: “El Otro está presente en un conjunto cultural y se ilumina por este conjunto, como un texto por su contexto […] Se ilumina por la luz del mundo […] significa por sí mismo”[8]. Ahora, los no sordos somos quienes debemos de cambiar nuestra posición de hablantes orales “privilegiados” para convertirnos en auténticos interlocutores, es decir, transformarnos en “lo otro” de la comunidad sorda.
Para terminar, creemos que el reto de este libro debe estar, en gran medida, en el establecimiento de un diálogo directo con la sociedad. El compromiso adquirido de los autores, de los lectores, de los actores, ha de ser, en cierto modo, el que estos trabajos que se conjuntan aquí salgan de los círculos académicos y de investigación, y que se conviertan en verdaderos vehículos de acción. Después de todo, por qué ha de ser la diferencia sinónimo de ruptura. Ya lo dijo Fridman Mintz: “Las lenguas y las culturas de las comunidades de sordos siempre han estado presentes entre las de los oyentes. Todas ellas constituyen identidades colectivas, las de los sordos y las de los oyentes por igual, ambas son el resultado del devenir histórico social de grupos diversos e igualmente humanos”[9].
[1] Maestra en Humanidades (Línea en Filosofía Moral y Política), Universidad Autónoma Metropolitana.
[2] Cruz Aldrete, Miroslava (coord.), Manos a la obra: lengua de señas, comunidad sorda y educación, Bonilla Artigas Editores-Universidad Autónoma de Morelos, México, 2014, p. 21.
[3] Ibidem, p. 25.
[4] Ídem.
[5] Ibidem, p. 80.
[6] Boris Fridman Mintz, “La comunidad siliente de México”, en Viento Sur, número 14, marzo, 1999, México.
[7] Cruz Aldrete, Miroslava (coord.), op. cit., p. 111.
[8] Emanuel Levinás, Humanismo del otro hombre, Siglo XXI, México, pp. 58-59.
[9] Fridman Mitz, Boris, “La realidad bicultural de Sordos e Hispanohablantes”, Universidad de Colima, México, 2000, p. 1. En: http://www.cultura-sorda.eu/resources/Realidad_Bicultural_Fridman.pdf (consultado el 5 de mayo de 2015).
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