¿Qué leen los sordos?

CarlosSanchezPor Carlos Sánchez,

Mérida, 2009.

Sección: Artículos, lectura y escritura.

 

Hace ya unos años, en un pequeño país sudamericano de rica tradición letrada, me presentaron una joven sorda, apasionada lectora de novelas y poesías (demás está decirlo; precisamente por eso me la presentaron). Con la intermediación de una intérprete, conversamos larga y animadamente acerca de las obras de varios autores latinoamericanos. Había leído a García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y Borges, entre otros, y en relación con sus obras tenía opiniones muy interesantes. Obviamente, se trataba de una lectora competente. Sus inteligentes comentarios no dejaban lugar a dudas acerca de su capacidad de apreciación literaria. Pero ¿qué de su sordera?

Durante nuestra conversación, la intérprete se esforzaba por expresar en español, con las palabras apropiadas, las complejas apreciaciones que sobre los diferentes textos emitía mi joven interlocutora. Pero cuando vacilaba en la traducción, buscando la palabra adecuada, ¡la supuesta sorda acudía en su ayuda, deletreándole con las manos la palabra que faltaba!… Aparentemente, nadie se había fijado en ese “detalle”, pero de haberlo hecho, lo más probable es que hubiese sido interpretado como una muestra evidente de la capacidad de la persona sorda para superar cualquier escollo…

No tuve ‐ o no quise tener ‐ la oportunidad de comentar el episodio con quienes me habían presentado a la joven lectora. No quise correr el riesgo de ser percibido, una vez más, como un escéptico de oficio, habiendo experimentado en carne propia el rechazo, cuando no la abierta animadversión de quienes no quieren oir lo que no quieren oir… Es que pareciera que se necesitan ejemplos vivos de que los sordos sí pueden aprender a leer ‐ como durante los años de predominio oralista los educadores se empeñaron en mostrar que los sordos sí podían aprender a hablar ‐ y que es cuestión de buscar el método para que puedan hacerlo. En ese empeño han pasado los últimos cien años y más, pretendiendo que los sordos aprenderán a leer cuando puedan hacerlo igual que los oyentes. Pero así piensan se equivocan doblemente: primero, al pensar que para aprender a leer los oyentes aprenden primero a reconocer las letras, luego aprenden a unir esas letras para reconocer las palabras, y seguidamente aprenden a encadenar las palabras para reconocer oraciones; y segundo, al pensar que los sordos tendrán que recorrer ese camino, por lo que suponen que la alfabetización es una condición sine qua non, que en una u otra forma, los sordos tendrán que llegar a conocer el principio fundamental de todo sistema de escritura alfabético, conocer que cada grafía representa un fonema y que cada fonema puede ser representado por una o más grafías. Y aquí, una vez más, caemos en el terreno del absurdo: ¿cómo podría alguien que no oye los sonidos, aparearlos con letras?

LA ALFABETIZACIÓN Y LA CONCIENCIA FONOLÓGICA

En el proceso de alfabetización inicial, tal como fue descrito por Emilia Ferreiro en niños normalmente oyentes, la conciencia fonológica constituye un momento crucial. Entendemos la conciencia fonológica como el conocimiento de los aspectos sonoros del habla, y es ese conocimiento el que hace posible que los niños oyentes, a partir de cierto momento del proceso de alfabetización inicial, puedan relacionar las grafías de la escritura con elementos sonoros del habla, como son la sílaba y el fonema. Así, la adquisición de la conciencia fonológica marca el límite entre las dos grandes etapas de dicho proceso, siempre de acuerdo con la descripción que del mismo hace Emilia Ferreiro: la etapa pre‐ fonética y la etapa de fonetización de la escritura.

Tiempo perdido ha sido y sigue siendo la pretensión de extrapolar al ámbito de la sordera el tema del conocimiento fonológico, conocimiento necesario, que ocurre inevitablemente en el transcurso del proceso de alfabetización inicial en el caso de todos los oyentes, pero que no es en modo alguno suficiente para garantizar la competencia lectora. Resulta difícil de entender el concepto de conciencia fonológica que algunos manejan desde la lingüística para el caso de la sordera. Si aceptamos la definición antes mencionada de conciencia fonológica como el conocimiento de los aspectos sonoros del habla, en el caso de los sordos se plantea que pudiese haber un conocimiento de los aspectos sonoros del habla pero no necesariamente de los sonidos (¡sic!). Si se trata del habla de los oyentes, ese conocimiento va ligado necesariamente a los sonidos. En cambio, si se trata del habla de los sordos, de la expresión en lengua de señas, ese conocimiento ‐ que muy bien podría también denominarse “conciencia fonológica” ‐ iría ligado necesariamente a lo visual, y no a lo sonoro, en la medida en que en el habla en señas de los sordos no intervienen sonidos para formar sílabas y fonemas. La “conciencia fonológica de los sordos” sería el conocimiento de la identidad morfosintáctica de las señas, de la configuración de la mano, del movimiento y de la posición en el espacio, así como para los oyentes es la identificación de las palabras, las sílabas y los fonemas, entre otros elementos.

En el caso de los oyentes, el conocimiento de los aspectos sonoros del habla tiene que ver de alguna manera con la alfabetización, desde el momento en que dicho conocimiento se pone de manifiesto en el establecimiento de la correspondencia grafo/fónica, que, como ya hemos dicho, constituye el principio fundamental de nuestro sistema alfabético de escritura. Y no es del caso discutir aquí si este conocimiento es un requisito previo para la alfabetización, si por el contrario, este conocimiento es consecuencia del contacto significativo con materiales escritos en un entorno de lectura, o finalmente si es ambas cosas a la vez. En todo caso, son oyentes los niños que adquieren este conocimiento en edades tempranas, en su mayoría entre los cuatro y los siete años; y lo adquieren espontáneamente, pero no por obra del azar ni de una indefinible maduración, sino sobre la base del contacto significativo con textos escritos, y de la mano de adultos lectores.

En el caso de los sordos, pudiéramos teóricamente aceptar la existencia de una conciencia fonológica visual, sin sonidos, referida a los aspectos cinéticos de su lengua (por ejemplo, identificación de “keremas”) y que ésta pudiese adquirirse, al igual que en el caso de los oyentes, espontáneamente, tal vez en condiciones similares a como la adquieren los niños oyentes, es decir, a partir de la interacción con lo escrito. Pero no parece lícito establecer relación alguna entre dicha forma de conciencia y un sistema de escritura alfabético como el nuestro. En términos puramente especulativos, pudiese pensarse que este conocimiento podría tener que ver con un inexistente sistema de escritura basado en la representación gráfica de elementos no significativos de las señas, pero esto nada tiene que ver con el problema que nos ocupa: el acceso de los sordos a la lengua escrita alfabética.

Son sorprendentemente escasos los datos que poseemos sobre el acceso a la lengua escrita de los sordos en sistemas no alfabéticos, ideográficos o logográficos. Sin embargo, varios documentos señalan que la competencia lectora de los sordos en dichos sistemas es francamente mayor que la que alcanzan los sordos en sistemas alfabéticos. En este caso sería de interés indagar la posible relación entre la “conciencia fonológica visual” de los sordos y la escritura logográfica o ideográfica, destacando el hecho de que dichos sistemas no existe nada parecido a lo que en los sistemas alfabéticos se conoce como alfabetización.

Entonces, una vez más lo decimos, la única posibilidad que tienen los sordos de acceder a la lengua escrita es saltándose el proceso de alfabetización. Leer y escribir las palabras en castellano ‐ y las frases y los párrafos ‐ como si fuese un sistema no alfabético, logográfico o ideográfico. Pero ¿para qué insistir en la alfabetización, si en el caso de los oyentes, es indudable que el conocimiento de la correspondencia grafo/fónica no es una condición suficiente para acceder al dominio de la lengua escrita? ¿Será sin embargo la alfabetización una condición necesaria, aunque no suficiente? De ser así, los sordos estarían condenados: iletrados para siempre, abandonad toda esperanza…[1]

LA FORMACIÓN DEL LECTOR

Cabe entonces, sin excusas y prescindiendo de la alfabetización como tal, determinar cuáles son las condiciones necesarias para que alguien se convierta en un usuario competente de la lengua escrita. Para ello, no podemos sino indagar en los oyentes, porque los sordos ‐ salvo rarísimas excepciones ‐ y en todo caso inexplicables[2] ‐ no son lectores ni escritores competentes. Un buen lector se forma desde su más temprana infancia, y es condición necesaria y suficiente que esté inmerso, que forme parte, que interactúe en un ambiente familiar que cuenta con la presencia de adultos lectores, que dispone de textos apropiados al alcance de los niños y en el que se realizan actividades significativas de lectura y escritura, significativas para los niños, se entiende. Este ambiente es lo que hemos denominado “entorno lector”. En ese ambiente no hace falta ninguna didáctica de la lengua escrita, ningún método en particular ni ningún maestro especializado. En ese ambiente, movido por un interés intrínseco y guiado por un adulto lector, el niño se incorpora sin esfuerzo alguno, naturalmente, espontáneamente, al mundo de lo escrito.

Lo importante no es que el niño aprenda a deletrear y a vocalizar los inefables mensajes de las cartillas escolares: “mamá me mima”, “ese oso se asea”, “la mula sube la loma” y sandeces por el estilo. No, lo verdaderamente importante es que el niño perciba que los libros abren la puerta a un mundo diferente, el mundo de lo escrito, un mundo que no es parte de lo cotidiano, sino de lo imaginario, de lo fantástico, un mundo ideal. Pero además, lo importante es que el niño perciba que no está solo en ese mundo, sino que es compartido por otros que como él, han encontrado en los libros algo que trasciende la realidad inmediata. Lo importante es que el nuevo lector sienta que se ha incorporado a una comunidad de usuarios de la lengua escrita. La lectura, como bien decía Jean Foucambert, es un asunto comunitario.[3]

El descubrimiento de que existe un mundo tras las letras es lo que hace posible que el nuevo lector transite por los caminos de una lectura reflexiva, de una lectura formativa. Ese descubrimiento es lo que permite que el nuevo lector pueda adoptar una postura “estética”, más allá de la postura “eferente”, tal como postula Louise Rosenblatt. Y esto también es fundamental. En el momento actual, leer para informarse, escribir para comunicarse, son actividades anacrónicas, habiendo medios mucho más eficaces para transmitir la información y para agilizar la comunicación, como son la televisión y el teléfono. Y sin embargo, la mayoría de la población alfabetizada en todo el mundo, no hace uso de la lengua escrita en sus funciones esenciales, los lectores y escritores competentes siguen siendo los menos.

Sorprendentemente, éste es uno de los argumentos que esgrimen algunos cuando les hacemos ver que los sordos no son lectores competentes. Nos dicen que los oyentes, en su mayoría, tampoco lo son. Mal de muchos, consuelo de tontos… Pero de lo que se trata no es que los sordos aprendan a leer mal, aunque sea así que aprende la mayoría de los oyentes, sino que puedan aprovechar la lengua escrita en lo que ella tiene de original, de insustituible, como medio privilegiado de conocimiento y de enriquecimiento del pensamiento. Vigotsky decía que la lengua escrita es a la lengua oral como el álgebra es a la aritmética. Por lo tanto, se trata de utilizar la lengua escrita no como un sucedáneo de la lengua hablada, sino como una lengua particular, con funciones específicas. Si entre los oyentes, por razones que no es del caso discutir aquí, no más de un 20 por ciento de la población está en capacidad de utilizar la lengua escrita en esta dimensión, lo que quisiéramos es que por lo menos un 20 por ciento de los sordos pudiera hacerlo.

El 80 por ciento de la población alfabetizada utiliza la lengua escrita para recibir información o para comunicarse, y sólo parcial y esporádicamente para la reflexión y el enriquecimiento del pensamiento. Sobre esto no hay desacuerdos: en todo el mundo se deplora el pobre dominio de la lengua escrita que muestran las generaciones jóvenes, el desinterés por la lectura, la escasa comprensión, las faltas de ortografía y la mala redacción. Lamentablemente, estas expresiones de “discapacidad” lectoescritural se interpretan como causa y no como consecuencia de no saber leer. La gente que no lee, no lee porque no tiene interés (no sabe qué pueden decirle los textos, no sabe interrogarlos, cuestionarlos, no ha ingresado al mundo de lo escrito del que hablábamos más arriba), no lee porque no entiende lo que lee, y la gente que no escribe, no escribe porque no sabe hacerlo. El problema debe ser planteado a la inversa: quienes saben leer, quienes se han hecho miembros del “Club de la Lengua Escrita” (Literacy Club del que habla Frank Smith) no confrontan ninguna de esas dificultades. Se saben lectores y se reconocen de inmediato los unos a los otros, les gusta hablar de lo que leen, comentan y recomiendan textos que puedan tener la capacidad de formar y no sólo de informar, textos que los han impactado y que quisieran compartir. Están capacitados como usuarios de la lengua escrita y no son portadores de esa “discapacidad”.

POR QUE LOS SORDOS NO SON LECTORES

El 100 por ciento de los sordos entran en la categoría de no lectores porque no saben leer, y no pueden saber leer, porque independientemente de que no estén alfabetizados, no han tenido la oportunidad de incorporarse al mundo de lo escrito de manera espontánea y significativa, de la mano de adultos lectores, como la han tenido los oyentes usuarios competentes de la lengua escrita. Veamos una por una las condiciones que explican por qué los sordos no acceden al mundo de lo escrito, en su dimensión formativa y no simplemente informativa, en su dimensión estética y no exclusivamente eferente.

1.‐ El problema del lenguaje. Los sordos, excepción hecha de los hijos de sordos, no tienen un desarrollo normal del lenguaje. Hasta donde sabemos, la atención temprana de los bebés sordos – incluyendo nuestra propia experiencia de más de dos décadas en la Guardería para Bebés Sordos en el Centro de Desarrollo Infantil de Mérida, en Venezuela ‐ no ha logrado normalizar el proceso de adquisición del lenguaje[4]. Aunque es obvio que los resultados han sido y siguen siendo muy superiores a los alcanzados cuando imperaba la prohibición de las señas, aún no es suficiente. Es muy llamativa la escasez de estudios longitudinales en el área del lenguaje de los niños y jóvenes sordos hijos de padres oyentes, a partir de la implementación del modelo bilingüe y bicultural. En nuestra experiencia, es más que evidente la diferencia entre la “interacción dialógica narrativa y ficcional” que mantienen los niños oyentes en un entorno de lectura con la que puedan tener los niños sordos con sus padres, sean éstos sordos u oyentes. Independientemente de las enormes ventajas que para los bebés sordos representa tener padres sordos, éstos tampoco son lectores competentes como para que puedan “llevar de la mano” a sus hijos, internándose con ellos en el mundo de lo escrito[5].

2.‐ El problema de la lengua. La mayoría de los adultos oyentes que están en contacto con los niños sordos en el ambiente escolar no son usuarios competentes de la lengua de señas. Los maestros, con frecuencia, establecen con sus alumnos sordos lo que una docente brasileña calificó hace tiempo como un “pacto de no entendimiento mutuo”. La carrera de maestro de sordos no contempla el dominio pleno de la lengua de señas del país como condición sine qua non para ejercer la profesión. Los programas de los institutos de formación de maestros de sordos tienen algunos semestres de “cursos” de lengua de señas, dictados por sordos que no siempre son usuarios nativos de esta lengua, en situaciones por demás artificiales. Una vez incorporados a las escuelas, los maestros no tienen la oportunidad de enriquecer su competencia en lengua de señas, dado el léxico reducido (los temas de los que hablan los sordos en la escuela son pocos y siempre los mismos), y los temas “académicos” son una mera formalidad, por no decir una farsa.

Dos investigadores del Pedagógico de Caracas[6] ofrecen un testimonio objetivo de la situación a que estamos haciendo referencia. Aunque ellos dedican su atención a los tecnicismos lingüísticos de la interpretación, la realidad del aprendizaje en el aula es, por decir lo menos, deplorable. El profesor oyente hablaba del desmembramiento del impero de Carlomagno, a un grupo de jóvenes sordos que no tenían la menor idea de los romanos ni de los bárbaros, ni de la Edades ni de siglos. El docente va tratando de simplificar la exposición para hacerla más comprensible, hasta que cae en el vocablo “emperador”. Intenta varias definiciones que caen en el vacío, y termina preguntando a los alumnos si saben qué hace la directora de la escuela: mandar. Sobre esa base, concluye que Carlomagno era como la directora de la escuela. Cualquier parecido con la escuela del profesor Girafales no es mera coincidencia, sólo que éstos no son personajes cómicos, sino alumnos de carne y hueso, sometidos a un ritual vergonzoso.

3.‐ La naturaleza metafórica de la lengua escrita. La diferencia entre la aritmética y el álgebra es que la primera es concreta, puede enseñarse con piedritas, botones u otros objetos, mientras que la segunda es abstracta, sólo se entiende con base en la imaginación. La lengua escrita puede ser utilizada en una dimensión concreta, meramente informativa, desde una postura “eferente”; pero en su esencia constituye un segundo nivel de representación del lenguaje. Entonces, para hacer uso de la lengua escrita en forma “estética”, reflexiva, formativa, es imprescindible trascender la mera función informativa e introducirse en un plano más abstracto, metafórico. Así, el buen lector comprende no sólo lo que está escrito, sino ‐ y esto es mucho más importante ‐ lo que no está escrito, el significado que subyace y se desliza bajo los significantes, el sentido que ocultan y develan las palabras. Los sordos, en su inmensa mayoría, tienen carencias notorias en su pensamiento abstracto, por lo que dijimos con respecto a su lenguaje y a su lengua, carencias de las cuales es directamente responsable la educación que reciben.

En estas condiciones, los sordos no entienden, no pueden entender las metáforas en las que se basa no sólo la apreciación literaria, sino también el conocimiento científico. Y esto es tan válido para los sordos profundos y severos como para los hipoacúsicos, ya que estos últimos a pesar de tener un mejor desempeño en el uso de la lengua oral, no alcanzan una competencia lectora adecuada. Es lamentable comprobar cómo los profesionales del área de la sordera, tanto como los legos y opinadores espontáneos, pretenden negar esto que es una realidad inocultable. Bástenos con señalar la inexistencia de sordos filósofos, novelistas y científicos en cualquier rama.

En un estudio en curso, a dos jóvenes bachilleres sordos les propusimos la lectura de un texto sencillo, la fábula del conejo que, perseguido por dos perros, se detiene a discutir con un compadre si los perseguidores son galgos o podencos. (Para facilitar la lectura, en lugar de razas pusimos colores, negros o grises). Mientras discuten, llegan los perros… Una vez que lo hubieron leído individualmente, para ellos, “en silencio” (aunque espontáneamente hacían algunas señas vinculadas con el contenido), se les pidió que narrasen la fábula en lengua de señas, suponiendo que se dirigían a un auditorio de niños sordos pequeños. Posteriormente, les pedimos sus opiniones e intercambiamos comentarios sobre la fábula. Para asegurar un análisis objetivo del lenguaje en su forma y su contenido, filmamos las narraciones y los comentarios.

Ambos jóvenes dijeron que un conejo era perseguido por dos perros, que en su desesperada carrera se encontró con un amigo y que le preguntó por qué corría de esa manera, a lo que éste respondió que era perseguido por dos perros grises. Ambos dijeron que el amigo confirmó que efectivamente desde donde estaban divisaba dos perros, pero que no eran grises, sino negros. Y ambos jóvenes sordos reprodujeron la acalorada discusión de los dos conejos sobre el color de los perros. Pero, en ningún caso señalaron que los conejos fueron atrapados por los perros, y no vincularon la discusión sobre el color de los perros con el hecho de que fueran presa de sus perseguidores.

A ambos la fábula les pareció demasiado simple, carente de interés, y sólo apropiada para niños muy pequeños, que no entienden argumentos complejos. Esta interpretación nos parece lógica, desde el momento en que el “cuento” carece de argumento para ellos, ya que en su apreciación sólo se limita a describir una serie de acciones sucesivas: un conejo que huye, dos perros que lo persiguen, dos conejos que discuten… Algo similar ocurrió con la fábula de la zorra, que por sugerencia del conejo, movió la pata para mostrar que estaba muerta. Al narrar la fábula en lengua de señas venezolana, los jóvenes sordos manifestaron que era mentira, que los zorros no mueven la pata cuando están muertos, pero no captaron la astucia del conejo, que lo que quería precisamente era confirmar que la zorra no estaba muerta y que quería tenderle una trampa para que se acercase a su lecho y así atraparlo. Tampoco captaron el hecho de que esa astucia fue la que le permitió escapar a tiempo de la cueva de la zorra…

Por supuesto que nuestra interpretación es una inferencia, pero se basa en el discurso filmado que muestra lo que los jóvenes sordos les dirán o no les dirán a los niños que se inician en el mundo de la lectura. El relato en lengua de señas, con hechos narrados en forma sucesiva pero aislada, no parece que pueda despertar el interés de los niños para indagar en la trama del cuento, para proyectar emociones, para identificarse con uno u otro personaje, a partir de lo escrito. Por el contrario, la falta de coherencia en el relato induciría más bien un desinterés por lo escrito, y un rechazo a lo que aparece planteado como una mera actividad escolar.

LA LECTURA Y LA ESCRITURA EN LA ESCUELA DE SORDOS

La enseñanza de la lectura y la escritura es el problema central que intenta resolver la escuela de sordos, y ha sido y es, si no la única la más importante preocupación unánime de los maestros desde que la enseñanza del habla pasó a ser una materia accesoria, cuando no prescindible. Recordemos que en sus inicios, el modelo bilingüe y bicultural, al menos en Latinoamérica, prometía un uso equilibrado de la lengua de señas y del español (o el portugués) escrito… Era impensable ‐ y lo sigue siendo ‐ que los sordos constituyesen una comunidad ágrafa, y que para sus miembros la lengua escrita no tuviese en absoluto un significado similar al que tiene para nuestras comunidades letradas. La vieja ideología médico‐rehabilitadora parece haber encontrado un refugio en la lengua escrita: la superación de la sordera, la “hominización” del sordo a través de la lengua que usa la mayoría, aunque sea en su versión escrita. Los sordos debían aprender a leer y escribir, y en eso la escuela ponía el alma. Pero cuidado: no para acceder al mundo de lo escrito para aprovechar la lengua escrita en lo que ella tiene de insustituible, ¡no para formar lectores competentes, sino simplemente para comunicarse con la comunidad oyente!

Es que, siguiendo el modelo de la escuela para oyentes, la escuela de sordos nunca se planteó enseñar a leer a los sordos, así como la escuela de oyentes nunca se planteó enseñar a leer a sus alumnos, sólo alfabetizarlos. Los buenos lectores no se forman en las aulas escolares, sino en sus hogares, en entornos de lectura. Y no se forman, en primer lugar, por una razón histórica (la escuela que conocemos, pública, laica y obligatoria) fue creada en Europa a mediados del siglo XIX para dar las primeras letras a los hijos de campesinos que migraban en masa a las ciudades para engrosar las filas del proletariado industrial, para que pudieran entender la información requerida para su trabajo y cumplir las órdenes impartidas en la empresa, y de ninguna manera para formarlos como lectores, ciudadanos críticos y participativos. Y en segundo lugar, porque un gran número de maestros de primaria no son usuarios competentes de la lengua escrita, y no pueden enseñar lo que no saben. Saben el alfabeto, por supuesto, y pueden conocer los innumerables métodos para enseñarlo, pero no saben leer y mucho menos enseñar a leer.

Pero hay una diferencia que invariablemente se obvia: mientras que la escuela de oyentes, a menudo con más pena que gloria logró alfabetizar a una buena proporción de la población que acudió a sus aulas, precisamente porque son oyentes, la escuela de sordos, por lo que ya vimos, no pudo ni podrá hacerlo.

Y sin embargo, sigue intentándolo, a pesar de los resultados claramente insatisfactorios. Como no hay nada nuevo que intentar, muchos expertos han vuelto a reivindicar el deletreo digital ya preconizado por Ponce de León en el siglo XVI, o el “cued speech” como si fuese una innovación recientemente descubierta, o la clave de la señorita Fitzgerald, que desde 1927 ocupó la parte superior de los pizarrones de las aulas oralistas, marcando cual reses ariscas los verbos, sujetos y predicados, y que hoy vuelve a por sus fueros, con la excusa de que ‐ como nunca antes ‐ sería de utilidad para la lectura y la escritura…

LA SITUACION ACTUAL

Pero los tiempos cambian. En los albores del siglo XXI, a mi criterio en una forma por demás inesperada para los educadores, los sordos se apropiaron de la lengua escrita. Y lo hicieron para comunicarse entre ellos, no con los oyentes, aunque no tengan ningún empacho en hacerlo si hay necesidad. Los intercambios de información entre las personas sordas son múltiples y variados, y es lícito afirmar que en la comunidad de los sordos se ha desplegado una red comunicacional sumamente efectiva. Los mensajes van y vienen, se entrecruzan sin pausa, porque prácticamente todos los sordos están pertrechados con el aparato que hace posible este intercambio: el teléfono celular. En el momento actual la comunidad de los sordos descubrió la utilidad de la función de comunicación que les brinda la escritura, aunque no sea la escritura formal, sino una escritura “peculiar” que se usa en los teléfonos celulares, en la que los sordismos ocupan un lugar por derecho propio; y ese descubrimiento ha hecho posible que la comunidad de los sordos, y no unos pocos sordos gracias a esfuerzos individuales, incorporase la práctica social de la lectura. ¿Será que ya no deberíamos hablar más de una cultura ágrafa? Aquí se entiende en toda su dimensión la tan reiterada afirmación de Jean Foucambert, de que la lectura es un asunto comunitario.

Esto es lo que en teoría pretendía hacer la escuela de sordos cuando intentaba enseñar a leer como no se debía hacer. Pero es muy llamativo que los especialistas en el campo de la sordera no hayan saludado este logro de los sordos, un logro alcanzado por fuera de la escuela, es cierto, pero un gran logro al fin. Este paso a mi entender trascendental que han dado los sordos, los acerca a una serie de actividades que tienen lugar tanto en la comunidad de los sordos como en la macrocomunidad de los oyentes y abre una brecha de excepcional importancia que rompe barreras y amplía espacios hacia una verdadera integración.

Entonces, ya podemos afirmar que los sordos leen y escriben, haciendo uso de la lengua escrita en una dimensión informativa, eferente. La escuela, entonces, no tiene por qué enseñarles lo que ya han aprendido sin su intervención. Es hora de que la escuela, con la intermediación de sus docentes y con la participación activa de sordos adultos, asuma una tarea mucho más difícil, aunque posible: abrir para sus educandos el acceso al mundo de lo escrito, al dominio de una lectura estética, reflexiva, formativa. Para ello, habría que empezar por donde se debe empezar: contar con maestros que sean usuarios plenamente competentes en dos lenguas: la lengua de señas y la lengua escrita. Como puede verse, una tarea nada fácil.

La comprensión de la lectura no es ninguna habilidad sensorial, perceptual o quinestésica, tampoco es el fruto de una voluntad férrea que como un atleta se obliga a practicar sin pausa el deletreo. No, la comprensión de la lectura, la apreciación literaria no es sino el resultado de un conocimiento previo al acto de leer, un conocimiento que aporta el lector, un conocimiento que el lector tiene en su cerebro, y que actualiza al confrontarse con el texto. No se trata de cualquier conocimiento, sino de un conocimiento específico de la lengua escrita: de su léxico, de su morfosintaxis y de su semántica. Es decir, un conocimiento que se refiere a los temas que están en los libros y a la forma en que están escritos. Y ese conocimiento siempre enriquecido, nunca acabado, es el capital que el lector aporta para obtener el beneficio de la lectura. Sin ese capital, no hay ganancia posible. Para poder brindar ese conocimiento, los maestros tienen que ser lectores, y para que los sordos los entiendan, tienen que brindarlo en la lengua nativa de sus interlocutores: la lengua de señas.

Considero necesario hacer un par de acotaciones finales a este documento. En primer lugar, es preciso tener en claro que nadie pasa de una lectura informativa a una lectura formativa. Dicho de otro modo, la lectura informativa no es un escalón para acceder a la lectura formativa. Arbol que nace torcido jamás su tronco endereza. Para acceder al mundo de lo escrito, los adultos tanto sordos como oyentes tendrán que desaprender lo malo aprendido, despojarse de errores y prejuicios y reaprender algo totalmente nuevo. En el caso de los niños, se trata de orientarlos hacia el mundo de los libros, mostrándoles ante todo, qué pueden encontrar en ese mundo y enseñándoles cómo hacerlo. Por supuesto, esto sólo puede hacerlo un adulto lector, y que pueda comunicarse con los pequeños en un lenguaje compartido, en este caso mediante la lengua de señas.

En segundo lugar, es bueno aclarar que la escritura de los celulares no pertenece propiamente al mundo de lo escrito, sino que se ubica más en el mundo de la oralidad, de la cotidianidad. Los mensajes que la gente escribe en los celulares son informaciones puntuales o palabras que casi son gestos, sonrisas, complicidades, saludos, etc. O son comentarios más o menos personales cuando no casi íntimos. Esos mensajes se escriben con una ortografía propia, que choca con la ortografía convencional de la lengua escrita. No importa. No hay que preocuparse. Como ya dijimos, no se trata de escritura propiamente dicha, y quienes hacen uso de esa ortografía nueva, no convencional, generalmente jóvenes, lo hacen porque les resulta mucho más cómodo y más expeditivo. Ellos se burlan de quienes, como nosotros, no dominamos esa ortografía y perdemos tiempo y hasta claridad trasladando la escritura formal al celular.

Entonces, no hay que preocuparse: ni los oyentes ni los sordos se harán lectores y escritores a partir de la comunicación con celulares. Pero sí hay que preocuparse: liberados de la tarea de enseñar a leer a los alumnos sordos en las escuelas, los maestros podrán ocuparse a tiempo completo en facilitar su acceso a la práctica social de la lectura.

Notas

[1] Es imprescindible matizar estas consideraciones, ante las implicaciones más recientes de los implantes cocleares. Es obvio que en la medida en que la prótesis permita discriminar los sonidos del habla, se abre la posibilidad de que los sordos puedan establecer una correspondencia grafo/fónica. Pero también es obvio que eso no cambia nuestro planteamiento de fondo. La alfabetización no hace lectores.

[2] Ver, al respecto, el artículo “El Síndrome de Hellen Keller”, aparecido en enero de 2008 en la página web “Cultura Sorda”, que dirige desde Alemania el lingüista venezolano Alejandro Oviedo.

[3]   Esta conceptualización de la lengua escrita como la clave para tener acceso a un mundo distinto del mundo de la cotidianidad, de la oralidad, está ampliamente sustentada desde comienzos del siglo pasado, por numerosos autores, desde muy distintas ópticas. Entre ellos, Lev Vigotsky, JeanPaul Sartre, Umberto Eco, Bruno Bettelheim, Francesco Tonucci, Louise Rosenblatt, Walter Ong, Michael Halliday, Frank Smith, Jean Foucambert, Jorge Larrosa…

[4] Este déficit en el desarrollo del lenguaje se pone de manifiesto en especial en los juegos espontáneos. Los niños sordos no juegan como sus pares oyentes en edad preescolar, imitan las acciones de los adultos (cocinar, lavar, cuidar un bebé, ser maestra, regañar a los pequeños, manejar un carro, etc.) pero no arman un escenario imaginario en el que “manejan” personajes, como lo hacen los niños oyentes con soldados o con barbies. Estos personajes, a los que los niños oyentes atribuyen rasgos de carácter y expectativas propias, hablan entre sí, discuten y actúan de acuerdo a guiones más o menos previstos de antemano.

[5] No sólo hablamos de los padres biológicos o de quienes hacen las veces de padres, sino de toda persona que se vincula afectivamente con el niño en edades tempranas. Los buenos lectores hijos de padres analfabetos, que no son infrecuentes, tuvieron la suerte de contar en su entorno con un adulto usuario competente de la lengua escrita, que les dio la llave para entrar al mundo de los libros.

[6] Ver artículo de Yolanda Pérez y Lionel Tovar “Análisis de la interacciónverbal mediada por una intérprete de LSV en un aula de clases bilingüe‐bicultural para sordos”, en la página “Cultura Sorda” que dirige Alejandro Oviedo.

 

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