Roberto Prádez Gautier: Un mito romántico

ANtonio-GasconPor Antonio Gascón Ricao,

Barcelona, 2004.

Sección: Artículos, historia.

 

Aclaraciones al estudio de Susan Plann “Roberto Prádez: sordo, primer profesor de sordos”.

Dentro del triste panorama español, en cuanto hace a la educación de los sordos en los principios del siglo XIX, resulta en cierto modo sorprendente la aparición en la Historia del franco-aragonés Roberto Prádez Gautier (1772?-1836).

Controvertida figura histórica que se encargó de recuperar en 1992 la norteamericana Susan Plann, en la actualidad profesora de español y portugués en la UCLA, al ser, según ella, el primer sordo español conocido que ejerció en Madrid de maestro de sus iguales y, además, durante 30 años seguidos.

Por si ello no aún fuera poco, en función de la versión personal y un tanto romántica de Susan Plann, al propio Prádez se deberá también la propia supervivencia del Real Colegio de Sordomudos de Madrid durante el periodo de la Guerra de la Independencia española.

Tema último que se intentará matizar con detalle, puesto que la realidad de aquel momento histórico concreto era bastante más compleja y no tan simplista como la pintó Plann en su estudio “Roberto Prádez: sordo, primer profesor de sordos”, o cuando las actitudes personales adoptadas por Prádez durante aquel mismo periodo fueron muy cuestionables, a la vista documentación conservada.

Por otra parte, aquella misma simplicidad, no exenta precisamente de un aire romántico, le permitió a Plann dar a la figura de Prádez un enfoque muy favorable al personaje, al poner de manifiesto un supuesto e hipotético contraste existente, según ella, entre la amable y bondadosa figura de Prádez y su eficiente obra pedagógica, cuestiones ambas aún por demostrar, frente a la innegable actitud despótica o las cortas luces educativas de Juan de Dios Loftus, el primer Maestro-Director de la escuela de sordos de Madrid, cuestiones en su caso más que demostradas. Escuela abierta gracias a los auspicios de Real Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid, vulgarmente conocida como la Matritense.

Aquel planteamiento tan subjetivo de Plann, se hace patente de pensar en la evidente y palmaria diferencia cultural que debió existir entre ambos personajes; uno de ellos antiguo militar de alta graduación y director-maestro de aquella enseñanza, en principio, gracias al apoyo y aprobación de la propia Matritense, y con total indiferencia de sus virtudes o defectos posteriores, mientras que el otro era una persona sorda, escasamente ilustrada y convertida, por cosas del azar, en un elemental maestro de Dibujo de dicha escuela y alargando mucho de Caligrafía.

Fue por ello, que a la hora de tener que crear un marco general para aquella historia romántica de sordos, Plann cargó de defectos, desidias y abandonos a la propia Matritense, pensando siempre en beneficio de Prádez, en un momento histórico en que, debido a la Guerra de la Independencia, Madrid y España entera padecían unas carencias casi absolutas y no únicamente los siete sordos madrileños de aquella historia, o cuando en el fondo la Económica no era, precisamente, la primera y principal responsable de aquella situación particular de la escuela y menos aún en el plano económico, al ser responsabilidad directa de la propia Iglesia española.

En este caso concreto de las Mitras episcopales de Cádiz y Sigüenza, de las cuales dependía la supervivencia dineraria de la institución por una Orden Real muy anterior. Cuestión que Plann soslayó, de forma diríamos descarada, al no darle la importancia que dicho hecho requería.

Otro detalle que Plann pasó por alto en su estudio fue no resaltar, de forma conveniente, la firme y rotunda decisión de la Matritense de mantener abierta la escuela de sordos durante todo el conflicto bélico, contra viento y marea y gracias al dinero particular de sus socios, al hacerse éstos cargo de forma altruista del aquel grupo de alumnos becados.

Es decir, de los más pobres y necesitados que alcanzaban el número de seis a los que se unirá de forma unilateral Prádez. Opción voluntaria asumida por parte de la Sociedad Matritense o de sus socios benefactores, al no estar contemplado en ninguno de los artículos del Reglamento interno de dicho colegio.

Al contrario, Plann en su estudio se dedicó a cargar las tintas más negras, al hacer especial hincapié en los cambios negativos seguidos por la Matritense durante aquel complicado período, tanto respecto a su política económica como en la educativa, olvidando que en aquel momento el país entero ardía en guerra.

Cambios que indudablemente existieron, pero que en todos los casos fueron forzados por el curso de los propios acontecimientos tanto políticos como bélicos, pero que oscurecidos a conveniencia por Plann, dejaron en la sombra la noble postura o el grave compromiso moral adquirido por la Económica en general con aquellos desvalidos alumnos sordos.

Compromiso adoptado por la Matritense en el cual, por otra parte, habría que añadir que no influyeron, ni poco ni mucho, las opiniones o los consejos de Prádez, actitudes que desconocemos, al ser a última hora un simple y humilde funcionario de aquella institución educativa, egoístamente muy interesado en su propia y personal supervivencia como funcionario público, sino los votos o las opiniones ponderadas de los socios protectores de la propia institución.

Pero claro está, vistos los problemas de la escuela de Madrid desde la perspectiva adoptada por Plann, resulta que Prádez, utilizado como hilo conductor en aquella historia particular, le permitió poner el énfasis en las aventuras y desventuras sufridas durante la guerra por aquel grupo concreto de seis alumnos sordos capitaneados por Prádez.

Matizando que aquellas peripecias fueron arrostradas por todos los implicados de forma totalmente voluntaria, puesto que nadie, en ningún momento dado, les obligó a tener que seguir de forma obligatoria aquel tortuoso y cruel destino sino todo lo contrario. Destino que prestó a Plann el que pudiera crear con él una atmósfera repleta de auténticos y horribles infortunios, al fallecer, de manera triste y miserable, la mitad de ellos, pero a causa de su propia y personal inacción.

Sin embargo, y según la particular versión de Susan Plann, si aquel minúsculo grupo consiguió sobrevivir fue gracias a estar oportunamente amparado y liderado, durante dos largos años, únicamente por Prádez. Una realidad histórica, tal como veremos, muy desajustada a la realidad, pero que dio a Plann motivos más que suficientes para poder adjudicar al personaje aquella aureola romántica, o para erigirlo como primer mártir de la causa sorda en general, al “ser una figura clave en la educación de los sordos”. Un hecho este último, que tal como tendremos ocasión de ver, resulta en sí mismo muy discutible en muchos aspectos, tanto en los morales como en los pedagógicos.

Para alcanzar aquel objetivo previsto de antemano, Plann dejó también en el olvido citar, diríamos que de forma muy oportuna, los nombres de otros personajes concretos más que conocidos dentro del panorama educativo de la propia escuela o de la propia época, y que por supuesto eran oyentes. A los cuales, por cierto, se debió también y en muchísima mayor medida que a Prádez, la misma supervivencia educativa de dicha escuela o su continuidad posterior. Personajes, que de haberlos situado Plann dentro el contexto histórico de su estudio, tal como les correspondía por méritos propios, hubieran rebajado a mínimos el papel jugado por Prádez dentro de aquella romántica seudo historia.

Por otra parte, cabría advertir que la figura de Roberto Prádez, rescatada por Plann en 1992, no mereció el más mínimo comentario por parte de Miguel Granell en 1932, a pesar de ser precisamente él quien lo dio a conocer, al recoger su nombre en numerosas ocasiones dentro de un resumen cronológico de los principales documentos procedentes del archivo de la Sociedad Económica de Amigos del País, la Matritense, una de las fuentes principales utilizadas por Plann en su estudio.

El mismo silencio mantenido por Faustino Barberá en 1895 o por Julio Ruiz Berrío en 1970, al que seguirá en 1982 el notable trabajo de Olegario Negrín Fajardo, autores, en todos los casos, muy dignos de tenerse en cuenta, los cuales, en ningún momento, destacaron ni poco ni mucho la figura de Prádez dentro del panorama de la escuela madrileña. Un hecho de por sí ya bastante significativo, o muy indicativo de la opinión general sobre dicho personaje.

El franco-aragonés Roberto Prádez, un sordo “primer” profesor de sordos en España

Pedro Prádez, el padre de Roberto, era originario de la ciudad de Béziers, en la región del Languedoc situada al sur de Francia, desconociéndose de dónde era natural su madre María Gautier, probablemente también francesa, a juzgar por su apellido. Fiando en lo declarado por él mismo, Prádez, nacido en Zaragoza en una fecha indeterminada aunque muy próxima a 1772, era miembro de una familia acomodada. Buena prueba de ello es la participación de su padre como accionista y promotor en el proyecto de construcción de un canal de riego y de navegación en 1775, que con el tiempo devendría en el conocido Canal Imperial de Aragón, construido finalmente por el aragonés Pignatelli.

El prematuro fallecimiento de su padre, precedido por el anterior de su madre, dejó a Prádez huérfano y «necesitado de recursos que le hubieran permitido subsistir y con tan sólo el conocimiento de la lectura y la escritura«, obtenido «mediante un esfuerzo extraordinario«. De esta manera, a su sordera de nacimiento se vino a unir el desastre familiar. Motivos más que suficientes para que Prádez no pudiera aspirar a mantener su anterior posición social. Por ello, y «sin más ayuda que la de sus pobres hermanas«, pensó en abocarse al estudio del dibujo y del grabado, pensando una posible salida para poder ganarse la vida en el futuro.

En 1789, teniendo ya Prádez 17 años de edad, se matriculó en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, donde cursó estudios durante siete años bajo la dirección del profesor Manuel Monfort. En 1797, esperanzado Prádez ante sus habilidades y con total indiferencia de su precaria situación económica decidió entonces viajar a Madrid, con el único objeto de perfeccionar las mismas. Admitido en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pasó a estudiar bajo la supervisión del conocido profesor de grabado Fernando Selma.

Al año siguiente la situación económica de Prádez era crítica. Circunstancia que le obligó a tener que solicitar del rey Carlos IV una pensión que le pudiera permitir continuar sus estudios, apoyada la misma con un aval de su propio maestro Fernando Selma. El rey, persuadido así de la posible valía del personaje, tuvo a bien concederle una pensión de nueve reales diarios, encargando a los miembros de la Academia, y muy en particular a su maestro Selma, la procura de que sacara buen provecho de aquella “beca” real.

Esta pensión, que tenía carácter bianual, le sería renovada durante dos periodos. Dos años después, en 1799, Prádez tomó parte en un concurso de la Academia ganándolo. Unos días más tarde, el propio príncipe heredero de la corona, Fernando VII, le entregó el premio, consistente en una medalla de oro de una onza con la efigie de uno de los Infantes, sus hermanos.

Pero en 1801, la situación personal de Prádez y en particular la económica había cambiado radicalmente: Sus profesores empezaron a quejarse de su falta de aplicación, de la escasez de sus trabajos o de que éstos no progresaban en absoluto. Las causas de aquellos problemas al parecer radicaban en su siempre acuciante situación económica. El mismo Prádez escribiría aquel mismo año de 1801 que está «totalmente desprovisto de medios para subsistir y enfrentado a tener que mendigar«.

Como solución para poder completar tan corta pensión real, Prádez buscó entonces un empleo que le proporcionara unos ingresos extras. Pero lo positivo de su nuevo trabajo, cuya modalidad es de suponer era el grabado, quedó contrarrestado dado el poco tiempo que podía dedicar a sus estudios de la Academia, y por la misma causa los informes de sus maestros se tornaron aún mucho más críticos:

«Prádez debería presentar trabajos en el estudio de diseño y grabado además de aquellos que hace por encargo privado«.

A finales de aquel año, Selma, el profesor que tan calurosamente lo había recomendado al rey tres años antes, empezó a darle la espalda:

«En el período en que estuvo bajo mi dirección, era bastante diligente; y a pesar de ser sordomudo, progresaba suficientemente […] Lo que quiere decir de su talento es que si se aplica mucho […] será posible obtener un profesor mediocre […] Puesto que es sordomudo, le faltan ideas y es imposible hacerle comprender varios principios del Arte«.

Mediocridad denunciada por Selma en 1801 que, años más tarde, se verá confirmada por una serie de detalles cuando sea profesor de Dibujo en el Real Colegio de Sordomudos de Madrid. Tres años más tarde, en 1804, será el mismo Selma el que rematará a Prádez ante la Academia de Bellas Artes de San Fernando, siendo esta noticia la última que aparece sobre él en los archivos de aquella institución:

«Su aplicación podría serlo mucho mayor; su subsistencia que no considero posible con sólo lo que el trabajo que es capaz de ejecutar puede producir, y es incluso menos probable que haga progresos en su profesión«.

Así, al negársele definitivamente la asistencia a la Academia y, con ella, la pensión real, el principal medio de subsistencia de Prádez al estar encaminada a dotarle de un futuro medio profesional de vida, se vio en la obligación de tener que buscarse una nueva salida mediante la cual poder ganarse honradamente el sustento.

La oportuna apertura del Real Colegio de Sordomudos de Madrid el 9 de enero de 1805, patrocinada en esta ocasión, no por el rey como antes, sino por la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, aunque con el amparo económico de la corona, no dejaba de ser una opción a considerar. De ahí su oferta a la misma el 28 mayo de aquel año y donde se proponía, entre otras cosas, como maestro de Dibujo. Instancia que le sería aceptada al mes siguiente siendo director de dicho Colegio Juan de Dios Loftus y Bazán.

Por otra parte, cabría empezar por reconocer la gran valentía o la intrepidez de Prádez en aquella aventura, ya que su oferta, aceptada por la Sociedad Económica –eso sí, en segunda instancia y gracias a la mediación de José Miguel Alea, partidario de implantar la asignatura de Dibujo en la escuela, como era habitual en Europa–, le garantizaba únicamente el trabajo, dado que la primera condición impuesta para poder acceder a dicha plaza de maestro pasaba por aceptar también que no estaba remunerada, al proporcionarle únicamente manutención y alojamiento que, en principio, no era precisamente poco para el estado de penuria que estaba soportando Prádez.

De esta forma viene a resultar que Prádez es uno más de tantos ejemplos puntuales de la política habitual de muchas de las Sociedades Económicas de aquel tiempo que, creadas por la clase dirigente y supuestamente liberal, en general encubrían bajo su manto de sociedades benéficas la pura explotación de sus “beneficiados”, por un motivo u otro. De ahí la valentía y el arrojo de Prádez, al acceder a realizar un trabajo, en principio sin salario.

A pesar de su falta de capacidad auditiva, al parecer, Prádez no tuvo excesivos problemas a la hora de tener que comunicarse con los miembros de la Junta de la Sociedad Económica. Un informe de dicha Junta así lo reafirma:

«(Lee) en los labios la mayoría de las palabras dirigidas a él y comprende perfectamente todo lo que se le decía por escrito o manuscrito y responde de ambos modos con completa propiedad«.

 En otro comentario de un miembro de la Junta se puede leer:

«El sordomudo Roberto Prádez contesta a cualquiera que le hable; y me he molestado en experimentar si, mientras estaba yo sentado bajo y él estaba de pie, podía comprenderme. He visto que incluso puede comprender de este modo y lo más que hace es mirar más detenidamente para poder ver lo que la boca revela naturalmente al hablar; pero no necesita inspeccionar el interior (de la boca)…”

A pesar de aquellas alabanzas, no nos deben engañar aquellos comentarios, ya que, el mismo Prádez reconocía y describía su propia pronunciación vocal como: «ininteligible«. En lo que sí parecía todo el mundo estar de acuerdo era en que Prádez poseía una enorme capacidad y habilidad para leer en los labios de sus interlocutores, atribuyendo aquel conocimiento, igual que el de leer o escribir, a los grandes esfuerzos de «su cariñosa madre«.

Otra opinión, aunque más crítica en cuanto al dominio del lenguaje escrito de Prádez, es la de Tiburcio Hernández, que alcanzaría a ser director de la escuela desde 1814 a 1823. Hernández observó que Prádez tenía muchas dificultades con los usos gramaticales, algo por otra parte habitual en los sordos.

Pero era una circunstancia puntual que generaba graves problemas de interpretación a los oyentes cuando Prádez redactaba sus informes semanales sobre la marcha de las clases, al contener, según Hernández, «una abundancia de frases que no se podían entender por falta de conjunciones«. Buena prueba de que su capacidad como maestro estaba limitada, por la misma circunstancia, a unas materias muy concretas, como así aconteció con el tiempo.

Sin embargo, el mismo Hernández reconocía que:

«sí faltándole instrucción en lengua (española) ha alcanzado (todo lo que tiene), su progreso intelectual sería admirable si hubiese recibido una enseñanza más perfecta».

A pesar de todo ello, basta con ojear la documentación existente sobre los tres primeros años de la estancia de Prádez en la escuela, para darse cuenta de su particular implicación en la misma. De esta forma, en diciembre de 1805, Prádez junto con el director Loftus y los otros maestros, presentaron un Plan de Estudios conjunto para la escuela.

Durante 1807 y 1808, como era lógico, Prádez, en su calidad de maestro de dibujo, formará parte del tribunal encargado de examinar a los estudiantes, junto con el director Loftus, pero no con Ugena, un maestro ayudante posterior, como afirma Susan Plann, sino con Ángel Machado, a los que también se unirá el director espiritual de la propia escuela Pedro Martínez de San Martín. En otoño de 1808, ya en plena Guerra de la Independencia, la Junta de Gobierno del Real Colegio aceptó una nueva oferta de Prádez para enseñar escritura a los alumnos, nombrándolo para ello maestro interino de Caligrafía.

Cabría matizar que toda aquella frenética actividad pedagógica de Prádez durante la guerra, en apariencia, no tenía contrapartida económica, ya que hasta 1810 no se le asignó un salario -6 reales diarios-, “cuatro reales en dinero y 2 en salario”, lo que en la práctica representaba cobrar tres reales menos que cuando tenía la pensión concedida por el rey doce años antes, aunque tampoco se debería olvidar que tenía asignada ración, es decir, la comida, en la propia escuela.

Salario que, por las causas más diversas, seguiría sin cobrar efectivamente cuatro años más tarde en 1814, aunque en mayo del año de 1810, aparte de la ración diaria, se le dio también habitación en el colegio, la misma que anteriormente había ocupado el ayudante de maestro Ángel Machado, aquel año desaparecido de la institución. Circunstancia que da en pensar que Prádez, entre otras muchas cosas, era un gran especialista en supervivencia, al no conocérsele otras posibles fuentes adicionales de ingresos.

Sin embargo, la cuestión económica, dramáticamente pintada por Susan Plann, en realidad y dentro de aquel mismo dramatismo, fue muy oscilante durante los primeros años de su ingreso en la escuela, ya que, aunque muy poco para lo que en realidad debería haber cobrado por su trabajo, algo fue cobrando, según consta documentalmente.

Así, Prádez hasta noviembre de 1805 estuvo pendiente de su antigua pensión real, momento en el cual, definitivamente, se le denegó. Ayuda que volvió a solicitar en los finales del año 1806, o en los principios del siguiente, pidiendo en aquella ocasión 320 reales, dotación que se hizo fija en agosto de aquel mismo año, pero pagada desde las arcas de la Matritense, cobrando posteriormente 300 reales en septiembre de 1808 y otros 200 más en enero de 1809, es decir, en plena Guerra de la Independencia y en unos momentos en que la Económica no estaba precisamente muy boyante.

Según su biógrafa Susan Plann, de aquellos años de docencia de Prádez en el Colegio, hoy en día se conservan en los archivos de la Real Sociedad Económica sus bocetos a lápiz de ojos, labios, narices y orejas, “mudos tributos de los esfuerzos de su profesor”, cuando son, en realidad, dibujos realizados por sus alumnos, eso sí, corregidos y puntuados, cómo no, por Prádez, maestro de Dibujo.

De hecho, la única noticia que se tiene sobre su probable habilidad en el dibujo es de marzo de 1811. Momento en que, sin que se sepa muy bien por qué, Prádez regaló al Colegio tres dibujos suyos. Cinco años más tarde, el 14 de enero de 1816, Prádez intentará regalar de nuevo otros dibujos al Colegio que le fueron rechazados por la Junta con el comentario de que: “no los admitía […] porque ya no hacían falta

El motivo de aquel aparente desprecio, por parte de la Junta, debió pasar por el hecho concreto de la presencia en la misma escuela del grabador valenciano Francisco de Paula y Martí, inventor de la taquigrafía y de la pluma estilográfica a principios de aquel siglo, y miembro de la Junta del colegio desde 1810. El mismo personaje al cual, justamente siete días antes, había autorizado la Matritense para poner a la venta pública su cartel sobre el “alfabeto manual español” al uso, concluido por Martí en junio del año anterior.

Circunstancia que hace entrar en sospechas de que lo que pretendió Prádez con su regalo fue que no se le olvidara como dibujante, ante la apabullante presencia, en el mismo campo, del afamado grabador Francisco de Paula y Martí. Circunstancia agravada de observarse que el autor de aquel cartel sobre el “alfabeto manual” fue Martí y no Pradéz. Detalles, o historia en concreto, sobre la cual Plann guardó en su estudio un piadoso silencio.

De lo que tampoco ha quedado constancia alguna es sobre la actitud personal adoptada por Prádez ante el despotismo del director Loftus, cuando éste trató de imponer en la institución unas normas y un régimen muy próximo al cuartelero, incluido el castigo corporal de los alumnos, sino todo lo contrario, pues Prádez no dudó ni un momento a la hora de tener que colaborar con Loftus en la rígida marcha cotidiana del Colegio.

Aquel despotismo de Loftus produjo, primero, un fuerte rechazo del personaje entre los alumnos, para acabar desembocando finalmente en una franca rebeldía de los asilados, con enfrentamientos incluso físicos, al no estar dispuestos los alumnos a aceptar tan brutal principio de autoridad. Semejante problema se arrastró desde el principio de la escuela hasta 1808, momento en el que la Junta decidió suspender a Loftus de sus funciones, aduciendo como excusa para ello los problemas económicos.

Pero la afección de Loftus al régimen de Napoleón, impuesto a la fuerza en España desde el año anterior, o su amistad con el gobernante francés, su hermano José Bonaparte, ayudaron a Loftus a mantenerse intocable en su puesto de dirección. Y no será hasta 1811 en que Loftus, deseoso de volver a reanudar su carrera militar, presentó voluntariamente su cese, tal como se ha expuesto con anterioridad.

A la marcha de Loftus volvió a hacerse cargo de la dirección del Colegio un miembro de la Junta Rectora, José Miguel Alea, al ser su oferta voluntaria y de carácter gratuito. Aunque Alea, de hecho, ya había ejercido el mismo cargo entre agosto de 1808 y febrero de 1809 sustituyendo temporalmente a Loftus, o participando como profesor en los primeros exámenes realizados en 1805, o formando parte de la Junta, encargado de la Comisión científica y de enseñanza, al ser el mejor especialista español en el sistema educativo “pestalozziano”, además del “lancasteriano” o de “enseñanza mutua”, sistemas ambos de lo más avanzado de la época en el campo pedagógico, ideado uno por el suizo Juan Enrique Pestalozzi y el otro por el inglés José Lancaster.

Seis años antes, en el año 1805, Alea, un hombre siempre comprometido con las nuevas co­rrien­tes culturales provenientes de Europa, había sido nombra­do por el propio Manuel Godoy como presidente de la Comisión del Institu­to Pestalozziano, insti­tución pedagógica creada gracias una Real Orden de febrero de aquel año.

Pero, a pesar de aquellos antecedentes respecto a Alea, Plann, la biógrafa oficial de Prádez, intentó en su estudio rebajar el papel de aquél en el Colegio, aduciendo para ello, entre otros varios ejemplos, la inoportuna colaboración de Alea con el invasor en febrero de 1810, al formar parte de una Comisión encargada de seleccionar en Sevilla unas pinturas religiosas que deberían ser entregadas al francés, pero olvidando reseñar, punto seguido, que aquel mismo año el Director del Colegio de Sordomudos no era precisamente Alea sino el propio Loftus.

Al hilo de la misma cuestión, resulta oportuno resaltar otro importante olvido de Plann, ya que, según el Reglamento del propio Colegio, todos los miembros de la Junta, entre ellos Alea, estaban obligados a inspeccionar personalmente la enseñanza, ocupándose de todos los problemas que surgieran en el mismo por espacio de una semana completa, cuando les llegara su turno.

Dejando así de explicar que, aparte del propio Alea, uno de los miembros de dicha Junta era Tiburcio Hernández, miembro de la misma desde el principio de 1808 y el mismo personaje que se hará cargo de la dirección y de la propia enseñanza del Colegio en 1813, a la marcha de Alea a Francia.

El mismo Tiburcio Hernández que estuvo aplicando, durante todo el año 1808, una serie de tratamientos terapéuticos de su invención a los alumnos del Colegio de Madrid, tomando como base para ello los vapores de agua, con la clara intención de mejorar la audición de los mismos. Trabajo cuyos resultados publicó en 1809 y que de manos de un médico militar francés llegó a París, donde volvió a aplicarlos en 1811 el médico del Colegio de Sordomudos de aquella ciudad, el conocido médico Itard.

De esta forma, durante el período de la Guerra de la Independencia, aparte del propio Loftus, corrieron por el Colegio, como mínimo, Ángel Machado, en su papel de maestro ayudante de Loftus hasta mayo de 1810, José Miguel Alea, Tiburcio Hernández y Francisco de Paula y Martí, este último personaje nombrado miembro de Junta en 1810. Sin olvidar la presencia en la escuela de Antonio Ugena que, acompañando a Prádez en su peripecia posterior, devendrá de maestro ayudante en 1815.

Cabría recordar de paso que durante el período comprendido entre 1805 y 1808, y por lo tanto anterior a la guerra, había dos maestros más en la escuela en período de prácticas, los benedictinos Silvestre Puig y Martín de Córdoba. Por ello, no es difícil poder imaginar que el papel de Prádez a todo largo de aquella época, dentro del ámbito de la educación de los sordos del Colegio, debió ser muy humilde al estar reducido, en principio, a la asignatura de Dibujo.

Durante aquellos años de crisis, la importancia de Prádez en la escuela creció espectacularmente, de seguir la opinión de Susan Plann, puesto que las obligaciones oficiales de éste se ampliaron pasando a ser maestro de Caligrafía en 1808 o más tarde de Aritmética, según informaba Alea en octubre de 1810, o asumiendo “oficiosamente” toda serie de tareas del Colegio.

Pero cuando las circunstancias parecían sonreír a Prádez en el aspecto profesional, dado que en el año 1810 se le había asignado un salario fijo, tuvo lugar en Madrid una hecatombe, fruto de la guerra contra el francés, que calificó popularmente aquel fatídico año de 1811 como «el año del hambre», al fallecer de hambruna o de enfermedades infecciosas más de 20.000 madrileños.

Desde el inicio de la guerra contra Napoleón en mayo de 1808, la Sociedad Económica pasaba graves apuros económicos. Un hecho que condicionó a los miembros de la Junta a tener que llevarse a los niños del Colegio de Sordomudos a sus propias casas, para poder darles así la comida del mediodía, todo ello sin tener la menor obligación ni recibir contraprestación al respecto.

En febrero del año 1811, el Colegio estaba en franca bancarrota. No había dinero para salarios ni para la manutención de los alumnos becados y se podía ver a Prádez, primer sordo, maestro de sordos en España, andar, «sin exageración, completamente desnudo«.

Ante aquel panorama, la Sociedad Económica discurrió una salida, eliminando de paso gastos; despidieron a todos los empleados, tras haber conseguido de la municipalidad madrileña dar alojamiento a los seis estudiantes becados por la Sociedad, acompañados por Prádez, en la Escuela Municipal de San Idelfonso. Lugar donde, más mal que bien, continuó la enseñanza de los mismos, o donde un poco más tarde se les sumará Antonio Ugena, futuro maestro ayudante de la escuela.

La noche del 30 de abril se hizo el traslado, pero el recibimiento en los nuevos locales fue muy frío. De entrada, se les prohibió a los nuevos comer en la Escuela, y su comida, dos escasas raciones diarias, se preparaba en una fonda pública próxima. La situación llegó a empeorar tanto, que la Sociedad Económica remitió una solicitud al Ministerio del Interior pidiendo una solución intermedia:

«Si ninguna solución es posible, será necesario que la Sociedad se sienta libre (del compromiso) […] Mejoren la situación o nos lavamos las manos«.

En el otoño de 1811, la Sociedad Económica redefinió su política, persuadiendo al gobierno municipal de Madrid para que se hiciera cargo total del mantenimiento del grupo, ante su falta de liquidez. Circunstancia que significó de hecho un nuevo traslado, en esta ocasión al Hospicio municipal, la conocida como Casa de los Pobres, hecho que agravó aun más la extrema miseria de los supervivientes.

En los intermedios, Prádez se encargó de recordar a la Sociedad Económica las deudas que tenían pendientes con él, motivo por el cual se veía incluso «en una desesperada necesidad de prendas tanto interiores como exteriores para la decencia de su persona«.

La Económica, sin dejar de reconocerle la deuda económica o sus innegables méritos personales, denegó aquella petición, recalcando que aunque sus reclamaciones eran “extremadamente justas”, ellos no eran los responsables del estado lastimoso de la economía del Colegio o de aquellas deudas.

Un hecho, por otra parte bien cierto al depender la misma de las aportaciones dinerarias de las Mitras eclesiásticas de Cádiz y Sigüenza, una circunstancia puntual que Susan Plann olvidó reseñar, cargando de este modo toda la responsabilidad, únicamente, en la propia Sociedad Matritense.

La Sociedad Económica recordó también a Prádez que, cuando menos, él o los alumnos a su cargo no podían quejarse al estar alimentados gracias a la caridad pública, aconsejándole de paso, amistosamente, que de no desear continuar en aquella penosa situación siempre podría marchar fuera de Madrid, en lo que no dejaba de ser una salida personal.

Pero Prádez se negó tajantemente a aceptar aquella sugerencia, porque, caso de aceptarla, significaba también tener que abandonar a sus alumnos cuando estos estaban, según el testimonio de Antonio Ugena, el futuro maestro ayudante que también los acompañaba, «reducidos a una extremadamente escasa ración y sufrían una continua hambre, enfermedad de estómago y desnudez«. Motivos que movieron a todos ellos a tener que salir a las calles donde siempre se podía mendigar la comida diaria.

Sin embargo, reconociendo de antemano la posible y aparente generosidad de Prádez, tampoco debe descartarse el hecho de que la decisión de Prádez, de acompañar en su suerte a los alumnos becados, descartando así su marcha de Madrid, idéntica postura personal que adoptará también el oyente Antonio Ugena que lo acompañaba, pudiera pasar por la posibilidad de que, de haber seguido aquel consejo, corría el riesgo de perder su plaza fija de maestro en el Real Colegio, no teniendo entonces dónde caerse, literalmente, muerto.

Otro de los variados motivos de aquella durísima decisión de Prádez podría estar igualmente en la falta de recursos materiales propios, o en la carencia absoluta de relaciones personales, que en aquel momento determinado le hubieran permitido poder sobrevivir fuera del sistema burocrático en que estaba inmerso y del cual formaba parte como funcionario, al ser en su día nombrado por el rey. Hecho último que Prádez debió necesariamente valorar.

Esto explicaría de forma conveniente, según consta en diversos documentos, el hecho puntual de que Prádez, una vez tomada aquella decisión y haciendo especial hincapié en la miseria económica que sufría, se pasara buena parte del año 1812 reclamando sus salarios atrasados a la Matritense, buscando financiación del Ministerio del Interior, del Magistrado de Madrid o de la propia Municipalidad madrileña al año siguiente, gestiones todas ellas infructuosas.

En agosto de 1812, tres de los alumnos ya habían muerto de hambre, en este caso Domingo Pérez, Manuel Muñoz y José Hernández, y la idea primitiva de la Sociedad Económica sobre el destino final de aquellos pobres desgraciados había quedado reducida a la posibilidad de suprimir sus estudios, eso sí, tratando de colocarlos convenientemente de aprendices para que así fueran mantenidos por sus amos, una idea que en la práctica nunca llegó a realizarse.

De esta forma, la Económica después de mantener de forma caballeresca y abnegada su compromiso moral durante más de cuatro años, un hecho por otra parte innegable y digno de mérito, dadas las terribles circunstancias de la guerra y la falta absoluta de financiación por parte de la institución religiosa de la que dependía, al final se planteó la posibilidad descargar sus responsabilidades más directas, tratando de delegar las mismas en unos posibles e hipotéticos patrones, en una salida que no estaba, precisamente, exenta de una cierta razón.

Razón que se hace comprensible ante la sorprendente actitud adoptada durante años por aquellos alumnos, cuestión que merece la pena remarcar con detalle. Según consta en dos documentos de la misma época, aquellos alumnos no eran tan niños como se podría llegar a pensar, puesto que, según el primero, oscilaban “entre los 17 y 30 años”, y, según el segundo, “entre los 14 y 19 años”, lejos, pues, de la edad ideal para entrar de aprendices de acuerdo con el Reglamento del Real Colegio y con las costumbres imperantes en el momento, en que los aprendices, de normal, entraban a trabajar con cinco o seis años de edad.

Esta misma circunstancia, por otra parte, pone al descubierto la insólita y cómoda actitud adoptada por aquellos alumnos, en realidad unos hombres hechos y derechos, o por sus acompañantes, aferrados todos ellos a la generosa mano de la Matritense en unos momentos en que el país, en general, estaba bajo mínimos a causa de la guerra contra el francés y donde hasta a las propias clases pudientes les era difícil, incluso, llegar a sobrevivir.

Por lo mismo, debería mirarse con mucha recelo y cautela la posición real de Prádez o de Ugena, claramente escudados tras aquellos mismos alumnos, con la excusa, por otra parte muy creíble, de seguirles impartiendo una hipotética educación para el futuro. Una actitud, en principio, muy loable, pero nada patriótica dado el momento político que vivía la nación.

Actitud meridianamente contrapuesta a la que adoptará en el siglo siguiente Juan Luis Marroquín o los sordos de la Asociación de Madrid durante el transcurso de la fratricida Guerra Civil española, al tomar partido en ella y con total indiferencia del grado o nivel cultural alcanzado anteriormente.

Circunstancias o actitudes que Susan Plann minimizó al asegurar en su estudio que este nuevo planteamiento de la Matritense llegó, casi de forma aséptica, tras haber reconsiderado los miembros de la Junta las metas finales de aquella enseñanza, olvidando así Plann la cruda realidad del momento, las conclusiones que motivaron aquella decisión, o sin resaltar que aquel problema de la Matritense pasaba por el hecho anormal de tener que mantener y educar a seis sordos adultos, en unos momentos que el país ardía por los cuatro costados y cuando la vida en Madrid era poco menos que insostenible.

Hemos cometido el error de orientar (la enseñanza de los sordos) únicamente hacia el conocimiento literario, descuidando lo que más necesitarán, que es ser capaces de mantenerse solos y aprender un oficio que pueda proporcionales sustento […] Los pocos que quedan ahora ya no son niños y no se encuentran en una menor necesidad de ayuda y caridad de otros que cuando estaban en su infancia; y si continuamos de esta manera, nuestros esfuerzos sólo producirán mendigos de toda la vida, que incrementarán la carga del Estado y quizás el trabajo de los Juzgados de lo criminal.”

Lúcido comentario de la Junta que llevó a Plann a la simple conclusión de que la enseñanza de oficios en el Colegio de Madrid estuvo abandonada desde el principio de la misma, al no haberse tenido en cuenta hasta aquel año de 1811. Dando así a entender que aquel problema en concreto era una responsabilidad exclusiva de la Matritense.

Un hecho incierto, puesto que en 1808 ya existía un maestro de oficios en el Colegio de Madrid llamado Antonio Cucurulla, especialista en tejidos de seda, personaje que debió abandonarla aquel mismo año con motivo de la guerra, al no figurar en la plantilla de maestros del año siguiente, o materia educativa que debió abandonar la Junta, obviamente por el mismo motivo.

Luego, la causa de aquel abandono de la enseñanza de los oficios profesionales vino dado, no por la desidia de la Junta, como afirmó Plann, al estar previsto en el Reglamento de 1803, sino a causa de la propia guerra.

Concluida la Guerra de Independencia en 1813, el Real Colegio de Sordomudos de Madrid se reabrió al año siguiente, otra vez bajo los auspicios de la Sociedad Económica. Sin embargo, el balance anterior no podía ser más negativo: la mitad de sus antiguos alumnos becados –ya adultos y todo– habían muerto a causa del hambre y el abandono, a pesar de los esfuerzos realizados en el último tiempo por el propio Ayuntamiento madrileño, al mantenerlos internos en el Hospicio.

Sólo ahora, dentro de aquel contexto histórico, se pueden comprender y disculpar las posiciones personales adoptadas por Prádez o Ugena que, en cierto modo, podrían calificarse de muy favorables, y muy en particular las mantenidas durante los dos últimos años de la guerra, al estar ambos bajo el amparo y protección de la municipalidad madrileña.

El nuevo director, que substituyó al exiliado Alea en 1813, fue Tiburcio Hernández, un liberal que se vería abocado unos años más tarde tener que huir también de España, condenado a muerte en rebeldía, tras la conclusión dramática del Trienio Liberal en 1823, con la entrada de los absolutistas Cien Mil Hijos de San Luis.

El clima de persecución y miedo creado entre los “afrancesados” tras la derrota y retirada de los franceses y el posterior retorno de Fernando VII al trono español en marzo de 1814, se vio incrementado a la creación de unas Comisiones encargadas de investigar a los individuos sospechosos de colaboración con el anterior gobierno francés.

Prádez fue acusado de aquel delito al haber continuado como funcionario del régimen intruso. Pero, tras ser investigado, afortunadamente, se le declaró inocente siendo declarado por ello “depurado”. En septiembre de 1815, la Junta del Colegio de Sordomudos concedió a Prádez una “habitación” en la propia escuela, asignándole en el mes diciembre un salario diario de 2,25 “pesetas”.

En medio del nuevo caos, Prádez siguió impartiendo sus clases de Dibujo o Caligrafía, aunque no las de Aritmética. Mientras tanto, en el ámbito político español, los liberales se dedicaban a conspirar contra el absolutista Fernando VII. En 1820, una rebelión popular consiguió restaurar en España el liberalismo, lo que obligó al rey a tener que jurar la Constitución de 1812, conocida popularmente como La Pepa.

Un año antes, en los principios de febrero, el rey Fernando VII decidió conceder dos pensiones perpetuas, dotadas con 6 reales diarios cada una, a los mejores estudiantes sordos de dibujo del Colegio de Madrid, becas o subvenciones muy similares a las cobradas en su tiempo por Prádez.

La dos únicas condiciones necesarias para ello eran que “los dibujos que hagan de copia, (sean) copiadas de los originales que prestará el pintor de Cámara Vicente López”. Dibujos que después, posteriormente, deberían ser enviados por la Junta del Colegio a la Real Academia de San Fernando, en manos de la cual quedaría la decisión final sobre quienes eran los dos mejores estudiantes en aquella materia.

Detalles que, fríamente analizados, parecen indicar de entrada la cruel marginación a la que se vio sometido Prádez por parte del rey en este asunto concreto. Para apreciarla, basta con pensar que él era, en primer lugar, el maestro de Dibujo de la institución y, cuando menos, debería haberle correspondido el honor de poder preseleccionar personalmente los dibujos más idóneos para su envío a la Academia.

Una posible explicación a aquel real y soberano “olvido”, pudo estar en el conocimiento que de antemano poseía el rey sobre la labor de Prádez en aquel campo y que, conocida ésta, no mereciera su beneplácito, que todo podría ser. Historia anterior que Plann no se molestó en recoger en su estudio ya que, de hacerlo, rompía con ella la imagen idílica o romántica del Prádez “maestro perfecto” en Dibujo, aunque es circunstancia, por parte, muy similar a la que se volverá a repetir, de forma aún más rotunda, en 1827.

Aquel interludio constitucional, conocido como el Trienio Liberal, finalizó dramáticamente en 1823 con la vuelta del absolutismo. La corona volvió de nuevo a perseguir a los liberales, como anteriormente ya había hecho con los afrancesados, por lo cual muchos de ellos tuvieron que huir de España, como fue el caso de Tiburcio Hernández, Director del Real Colegio de Sordomudos de Madrid, que fue substituido por Real Orden por el hasta entonces director espiritual de la escuela, el sacerdote Vicente Villanova.

Durante el Trienio Liberal, Prádez había continuado impartiendo clases, lo que no fue óbice para que, concluido aquél, se le volviera acusar de deslealtad al Estado, volviéndose a investigar la conducta política de los designados por la Corona, como era su caso. Pero en esta ocasión, a diferencia de la anterior, los testimonios sobre Prádez fueron muy contradictorios, llegándose al punto de acusarlo de “blasfemo contra el Rey y la Religión” o de “haber tomado las armas” durante una sublevación producida en defensa de los liberales.

Así, la sentencia redactada en febrero de 1827 declaró “impuro” a Prádez. Es decir, culpable de liberalismo. A la vista de aquella sentencia desfavorable, Prádez decidió recurrirla. La sentencia definitiva se retrasó hasta 1830, momento en que fue declarado oficialmente inocente de todos los cargos, pero después de un largo calvario de casi siete años.

Aquel mismo año de 1827, Antonio Hernández Blanes, nuevo director del Colegio desde el año anterior, fue substituido en el cargo por el duque de Híjar, antiguo director de la Matritense ahora disuelta. Nada más ocupar el cargo, el duque de Híjar se lanzó a redactar un nuevo Reglamento para el Colegio, uno de cuyos artículos, concretamente el número 53, decía así:

En cuanto vaque la plaza de Maestro de Dibujo, ya sea por muerte de R. Prádez, o por cualquier otra causa, quedará (esta) suprimida, y el Excmo. Director dispondrá que por particular convenio se desempeñe por sujeto capaz y de buena conducta.”

Detalle que parece indicar que, cuando menos en opinión del Director, el papel de Prádez durante aquella época, en su labor como maestro de Dibujo, estaba en entredicho al prever en el propio Reglamento la amortización de su plaza laboral o la búsqueda en el futuro de un “sujeto capaz y de buena conducta”, dada la acusación política que pendía sobre él. Circunstancias ambas negativas y sobre las cuales Prádez finalmente se quejará, pero ya en el mes de enero de 1829.

Otro detalle más que Susan Plann deja de reseñar, aunque en nota aparte hable indirectamente del tema, aunque citando la posterior opinión del médico Juan Manuel Ballesteros y referida precisamente a la existencia de aquella plaza en concreto.

El mismo Ballesteros, que llevaba en la escuela desde 1824 con el cargo de ayudante en funciones de maestro y que pasará a ocupar la plaza de maestro en 1827 junto con Ugena o Pedro Mezquía, mientras Prádez, que continuaba como maestro de Dibujo y Caligrafía, pasará a ser “rebajado” a la función de ayudante de maestro.

Durante los ocho años que estuvo al frente de la institución el duque de Híjar, fueron de caos para el Colegio, al volverse a implantar en ella los malos tratos a los alumnos. Lo que provocó finalmente una abierta rebelión de ellos.

Con la muerte de Fernando VII, en 1833, poco a poco las cosas volvieron a su sitio y la Sociedad Económica, reorganizada nuevamente, volvió a hacerse cargo una vez más del Colegio en 1835. Aquel mismo año se nombró un nuevo director, Manuel Ballesteros, que regiría los destinos de la escuela de Madrid durante los próximos 35 años.

Prádez, que con la conformidad de sus superiores había contraído matrimonio en 1815 con Modesta Sierra, al ver su salario incrementado en aquellas fechas a nueve reales diarios, continuó ejerciendo la docencia como maestro de Escritura y Dibujo.

En 1836, tras la entrada en la escuela de un joven profesor «oyente», Francisco Fernández Villabrille, a Prádez se le recortarán las atribuciones, al adjudicársele al recién llegado la Cátedra de Arte, quedando así reducido su papel docente al de maestro de Caligrafía, en lo que no dejaba ser la aplicación práctica del Reglamento de 1827, elaborado en aquel año por el duque de Híjar.

Según la opinión de Susan Plann, de esta forma el Colegio comenzaba a desarrollar una nueva política docente, encaminada en su caso a la exclusión sistemática de todos los profesores sordos, al relegar a éstos al papel de meros ayudantes, ya que Ballesteros, por su formación médica, debió “ver a los sordos como simples versiones imperfectas de gente que oye”. Un argumento de por sí muy subjetivo y equivocado, tal como vamos a ver.

Según Susan Plann, la exclusión de los sordos de los puestos docentes en el Colegio de Madrid en los próximos años obedecería al argumento de Ballesteros, según el cual dichos sordos no eran adecuados para enseñar a hablar a sus semejantes. Un pretexto, según Plann, puesto que la enseñanza “oral” no se puso en práctica en España hasta los finales de aquel siglo, olvidando recordar Plann de pasada que desde José Miguel Alea, continuando por Tiburcio Hernández y llegando hasta Ballesteros, todos ellos, eran firmes y convencidos “oralistas”, con anterioridad, por tanto, al famoso y polémico Congreso de Milán de 1880 que, por otra parte, en España influyó bien poco.

Otra cosa diferente era que Ballesteros no permitiera a los sordos ser empleados como “repetidores”, subordinados de los “profesores de sentidos completos”, aunque reconociendo, sin embargo, que los sordos muy bien podían, en un momento determinado, ser maestros de Escritura o de Dibujo, unas disciplinas que él consideraba, con una cierta razón, que eran “hasta cierto punto […] puramente mecánicas”, tal vez pensando en el caso concreto de Roberto Prádez, al cual había conocido durante años ocupado aquellas mismas plazas, al ser, es de suponer, hábil con el lápiz o la pluma, pero muy poco indicado para enseñar a hablar o para la gramática, dadas sus carencias educativas personales.

Esta política, en apariencia totalmente discriminatoria para los sordos y que Plann se encargó de resaltar de forma claramente partidista, fue definida a la perfección por Ballesteros al afirmar que “las dificultades y complicaciones de esta docencia no nos hacen esperar que los sordos gocen del conjunto de requisitos que necesitan para ser profesores de (sus) compañeros de infortunio”.

Es decir, no estaba en el ánimo o en el capricho de Ballesteros, como afirmó Plann, el pretender excluir a los sordos como maestros sino todo lo contrario, al reconocer él mismo de antemano que por mucho que los maestros oyentes pusieran de su parte, los resultados alcanzados con los alumnos sordos del Colegio de Madrid no eran precisamente los más satisfactorios para conseguir aquel objetivo concreto, y por el mismo motivo, en principio, debería descartarse su posible colaboración.

Para poder conseguir aquel objetivo concreto, según Ballesteros, se hacía imprescindible tener que preparar a los sordos más capacitados de forma específica, puesto que, “necesitan haber recibido una instrucción muy especial”.

Educación especial que era inconcebible o impracticable de poder impartir en aquella época. Máxime cuando los métodos pedagógicos que se estaban utilizando de común daban como resultado final, en general, un fracaso casi absoluto, un hecho que saltaba patentemente a la vista tal como denunciará Barberá en los finales de aquel mismo siglo.

Así, la conclusión final es que en la época de Ballesteros y en el Colegio de Madrid, al contrario de lo que afirmó Plann en su estudio, no se marginó a los sordos como maestros a causa de su discapacidad auditiva sino por la incapacidad de los propios maestros oyentes de poder proporcionarles la educación suficiente para poder ejercer como tales.

Conclusión que, sin duda, se podría extrapolar, sin perjuicio ninguno, a todas las escuelas de aquella época, pero que se oculta o se manipula en aras de determinadas políticas sectarias y victimistas, tan al uso en los tiempos actuales, insistiéndose en remarcar las discriminaciones sufridas durante siglos por los sordos por parte de los oyentes, cuando en el campo educativo estos prejuicios eran inexistentes y cuando la simple verdad residía en la impotencia material de aquellos primeros maestros, que no estaban en condiciones de poder dar una educación efectiva y eficaz para alcanzar aquella meta. Cuestión ésta que, desgraciadamente aún hoy en día, anda todavía en debate.

La muerte de Prádez al final de aquel año de 1836, probablemente le evitó su alejamiento definitivo de la docencia que llevaba ejerciendo ejemplarmente durante 30 años. El día 7 de diciembre terminó su vida en el número 14 de la calle de Santiago, donde residía con su esposa. Tenía 64 años.

No dejó testamento, pero su certificado de defunción informa que murió sin recibir los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica. Por este motivo fue enterrado en tierra no santa y fuera de los muros del Cementerio de la Puerta de Fuencarral. Buena muestra del desagradecimiento de la escuela y de este país en general.

De igual forma, que la figura de Prádez ha tenido que ser rescatada para la Historia por una profesora norteamericana, la amiga Susan Plann, que actualmente imparte sus clases en la Universidad Católica de Los Ángeles, en California.

 

Bibliografía básica:

Juan Manuel Ballesteros y Francisco Fernández Villabrille: Curso elemental de instrucción de sordomudos. Madrid, 1845.

Miguel Granell Forcadell: Historia de la enseñanza del Colegio Nacional de sordomudos desde el año 1794 al 1932. Madrid, 1932.

Tiburcio Hernández: Plan de enseñar a los sordo-mudos el idioma español. Madrid, 1815.

Olegario Negrín Fajardo: Proceso de creación y organización del Colegio de Sordomudos de Madrid (1802-1808). “Revista Calasancia de Educación”, núm. 109, 1982.

Olegario Negrín Fajardo: La Real Sociedad Económica matritense de Amigos del País. Su obra pedagógica (1775-1808). “Revista de Ciencias de la Educación”, nº 109, 1982.

Julio Ruiz Berrío: Política escolar de España en el siglo XIX (1800-1833), CSIC, Madrid, 1970.

Susan Plann: Roberto Prádez: sordo, primer profesor de sordos. “Revista Complutense de Educación”, Vol. 3, números 1 y 2, 1992.

Susan Plann: A silent minority. Deaf education in Spain, 1550-1835. Los Ángeles (California), 1997.

Antonio Gascón Ricao: ¿Señas o signos? Evolución histórica, Página web de la UCM, www.ucm.es/info/civil/bardecom/docs/signos.rtf.

 

 

 

 

 

 

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