Por Antonio Gascón Ricao[1]
Madrid, 2006.
Sección: Artículos, historia.
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Los sordos y mudos frente a la ley antigua
Es bien sabido que un niño deficiente auditivo congénito, que no ha recibido los principios de la educación crea, por propia iniciativa, un lenguaje peculiar de gestos para comunicarse con la gente de su entorno. Ordinariamente dichos gestos son imitación o reproducción de otros gestos o movimientos observados por él en los oyentes, que suelen ir acompañados en el niño de gritos guturales o de voces inarticuladas.
Quizá por ello, en tiempos pasados se pensó erróneamente que aquellos gestos o movimientos eran únicamente expresión de sentimientos muy elementales, o como mucho, de un estado intelectual sumamente primario. De ahí pudo surgir el convencimiento, compartido tanto por filósofos como por los primeros médicos, sobre el escaso valor lingüístico de aquel modo de expresión, al equipararse dicho lenguaje al de los animales, a los cuales se les concedía capacidad de voz, pero no la de un habla articulada y conceptualizada. Argumento filosófico o médico por causa del cual la fría y lógica ley, en general, se negó durante siglos a reconocer entre los sordos la capacidad necesaria para ejercer los más elementales derechos civiles.
En contra de la historia oficial, en este caso la que corre por España sobre la educación de las personas sordas, no fue precisamente el Licenciado Lasso, con su Tratado legal de los sordos, redactado en Oña (Burgos) en 1550, el primero en rebatir los desfasados argumentos de aquellas leyes discriminatorias.[2]
El motivo es simple. Muy anteriores a él, están los juristas Baldo de Ubaldi (1327‐1400) o el gran Bartolo de Sassoferrato (1313‐1349), por cierto citado por Lasso en su alegato, en cuyas obras vinieron a recogerse doctrinas jurídicas sobre temas de Derecho público o privado, reconociéndose en algunas de ellas en concreto la perspicacia intelectual de determinados sordos de su época, al ser capaces de ejercitar la lectura labial, de responder y comunicarse por escrito o por medio del lenguaje gestual, tal como recogió Joannes Brunelli en De sponsabilibus et matrimonio, o en su Tractatuum ex variis iuris interpretatibus collectorum, obra editada en 1549.
Por otra parte, a estas alturas de la Historia, nadie debería seguir poniendo en duda que el lenguaje gestual de las personas sordas es en sí mismo una lengua o idioma inherente a dicho colectivo humano. Una lengua viva, personal y circunstanciada, que complementa los gestos de las manos con movimientos y gesticulaciones de la cara, de los ojos o de todo el complejo corporal.
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Lenguajes de señas monacales en el siglo X
No obstante, en la actualidad y dentro de determinados círculos, se sigue insistiendo sobre el supuesto vasallaje del lenguaje gestual de las personas sordas con respecto a la lengua oral, al vincularlo con el antiguo lenguaje de señas de los monjes, dadas sus aparentes y estrechas afinidades. Un lenguaje, el monacal, de origen cluniacense, que creó San Odón en el siglo X y que cada congregación religiosa se encargó de individualizarlo a su gusto y manera, siendo utilizado en los cenobios durante las horas de silencio riguroso.
Ante dicho argumento puede afirmarse, sin temor a error alguno, que el lenguaje de señas conventuales era, fuera cual fuese la orden religiosa, un lenguaje simple, muy poco evolucionado y nada sistematizado, al estar pensado, en exclusiva, para los casos de absoluta necesidad.
Reducido por ello a un vocabulario referido a personas, cosas o enseres del ámbito monacal, o a la designación de una serie de acciones habituales y cotidianas en la vida de los monjes. Más reducido aún cuando sus estructuras gramaticales eran las mínimas e imprescindibles, o pensadas para designar a la persona, cosa o acción, identificándola en su especificidad numérica, de género, o de ubicación espacial y temporal.
Bien conscientes de aquella ambigüedad de significación o de interpretación, sus anónimos creadores incluyeron diligentemente un párrafo final en todos aquellos diccionarios gestuales, en el cual se venía a subrayar la importancia del contexto local, temporal, personal o las demás circunstancias de la comunicación, intentando así precisar su correcta interpretación.[3]
Nada tiene, pues, de extraño que muchos de aquellos gestos de aquel lenguaje monacal coincidan con algunos de los sordos. Motivo que no justifica por sí mismo una dependencia histórica, sino el simple hecho de que uno y otro funcionan con idénticos o parecidos mecanismos, como si de la existencia de unos “universales lingüísticos gestuales” se tratase.
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Beda el Venerable
Aparte de aquel lenguaje gestual o mímico, en la literatura monacal de los Siglos X y XI se alude a otro sistema de comunicación denominado “loquela digitorum”, “indigitatio”, “quironomía” o “dactilología”. En contraposición al sistema visto anteriormente, la característica principal de ésta nueva modalidad de expresión radicaba en ser una escritura aérea, circunscrita sobre la base de diferentes figuras gestuales trazadas por mediación de posiciones de las distintas articulaciones de los dedos de las manos del ejecutante.
Es clásica en este particular la obra del inglés Beda el Venerable (673‐ 735), De Temporum ratione, cuyo capítulo primero lleva por título De Computo nel loquela digitorum.[4] Este capítulo en concreto viene a ser una descripción pormenorizada de las distintas posiciones que deben adoptar los dedos de ambas manos y que permiten contar desde la unidad hasta el millón, pero de un modo esquemático y abreviado. Al final de su discurso, Beda sugería la posibilidad de transformar dicho sistema numérico en un alfabeto manual o dactilológico.
Habría que advertir que en este sistema dactilológico, a diferencia del alfabeto manual español, no se reproducía la figura física de las letras o de los números, sino que se trataba de constituir con los dedos unas figuras más o menos convencionales, pero con una significación predeterminada y sistemática. La traducción o transposición de los números a la letras tenía lugar, según Beda, por la correspondencia numeral de cada letra dentro del orden del alfabeto respectivo que se utilizara, tomando como marco de referencia los más comunes en su tiempo, en este caso el latino o el griego.
Al final de esta historia, en la práctica real, el valor intrínseco del tratado de Beda radicaba en su propia intencionalidad cultural, al recoger conservando para la posteridad algo que en su época se hallaba ya en trance de desaparición, tras la desastrosa caída del Imperio Romano de Occidente en el Siglo V. Recordando a la par que aquel sistema de cómputo digital o dactilológico había constituido un fenómeno cultural común a Oriente y Occidente, al conllevar, en sí mismo, una carga compleja desde contenidos simbólicos o religiosos hasta los culturales.
Con una cierta razón se ha escrito que no es posible comprender correctamente gran cantidad de textos clásicos al desconocerse el arte de la Quironomía o Dactilología, ya que, tanto en los monumentos literarios griegos, los romanos e incluso los eclesiásticos, como en los monumentos escultóricos o pictóricos, las referencias a dicho código son muy numerosas.
Entre los romanos, la indigitatio venía a ser una de las materias escolares más comunes, al ser misión de los “magistri litterarii” el enseñar a sus alumnos el significado de cada flexión digital. Este sistema ofrecía, además, la gran ventaja de permitir visualizar y reconocer rápidamente grandes cifras con una simple fórmula gestual, sin necesidad de recurrir a tablillas o estilos. Quintiliano, en sus Instituciones oratorias, recuerda que el conocimiento de la Quironomía era necesario no sólo a los oradores, sino a todo aquel que se considerara instruido en las primeras letras, de tal forma que quien la ignoraba podía llegar a ser tenido por inculto.
Del uso en el foro como fórmula de cómputo numérico, pasó al teatro con la pantomima, pero traducido a código alfabético. Momento histórico en que la Quironomía adquirió riqueza y complejidad expresiva, al mezclarse con el gesto y el ritmo. Casiodoro, explicando los orígenes de la comedia y describiendo los mimos grecorromanos, habla de “manos elocuentísimas, dedos habladores y silencio clamoroso”.
De él hablaran también, entre otros, Juvenal en su Sátira, Plutarco en sus Apotegmas o sentencias breves, Plinio en su Historia natural, Apuleyo en su Apología o Macrobio en sus Saturnalias e incluso San Jerónimo recordaba en sus Cartas que:
“El número treinta hace referencia a las bodas, como lo da a entender la figura misma de los dedos que se unen y abrazan como un suave ósculo, representando al marido y la mujer. El setenta, en cambio, simboliza a las viudas, afectadas por la angustia y la tribulación, como lo indica la depresión del dedo inferior por el superior”.
Era, pues, muy justificado el interés de Beda por conservar y transmitir la clave de este fenómeno cultural. Y parece que su objetivo no cayó en saco roto, ya que el capítulo de Computo vel loquela digitorum es una de las piezas que cuenta con mayor número de códices, al formar parte con más frecuencia de las misceláneas o de corpus de materias afines que se copiaron en los scriptori de los monasterios durante los siglos X al XIII.
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El Renacimiento
La afición del Renacimiento por lo clásico no descuidó tampoco este capítulo. De esta forma, algunos de los documentos que suelen citarse en la historia de la sordomudística, como precedente de la Dactilología, no son sino simples ediciones impresas de algún códice de la Loquela digitorum de Beda. Este es el caso concreto del Abacus de Juan Aventino (1465‐1534), editado en Ratisbona en 1532.
Pero el interés por este código lingüístico no obedeció únicamente a los impulsos de la afición por lo clásico, ya que a partir de finales del siglo XVI surge un nuevo tipo de literatura, cuya característica principal estriba en la búsqueda de sistemas de escritura cifrada, de cripto‐escrituras o de escrituras cabalísticas y secretas.
En el origen de esta afición está el monje italiano Juan Tritemio (1462‐ 1518), cuyos seis libros de su Polygraphia, concluidos en 1508, no son otra cosa que la historia de los lenguajes cifrados, o una serie de ejemplos y de sugerencias para poder crear con ellos otros nuevos. Lógicamente, una de sus fuentes principales de inspiración es Beda, al que elogia y celebra.
Dentro de este círculo de intereses aparece otra serie de obras que también suelen citarse con frecuencia en la historia de la sordomudística. Tal es el caso, por ejemplo, del tratado, un poco posterior, de Juan Bautista Porta, De furtivis litterarum notis, vulgo de Ziferis, editado en 1602, que como el mismo título declara es un simple manual de distintos procedimientos de lenguajes cifrados.
El mismo Juan de Pablo Bonet no pudo detraerse a la misma corriente imperante al incluir en su Reducción de las Letras, obra editada en Madrid el año 1620, una Tratado de las Cifras o Cómo se leerá un papel escrito en cifra sin la contracifra y que advertencias son necesarias para que no pueda leerse, donde reconoce sin empacho que su fuente de inspiración han sido las obras de Juan Tritemio o de Juan Bautista Porta.
A medio camino entre estas dos grandes corrientes aparece la obra del dominico Cosme Rossellio, Thesurus artificiosae memoriae, editada en 1579, aunque su finalidad principal era de índole didáctica, propuesta donde se expone diversos procedimientos mnemotécnicos para reforzar la memoria. Sistemas todos ellos que revisten una nota común: la de reproducir de alguna manera la figura de la letra que representan, y más particularmente aún con los dedos. De esta forma acompañan al texto unos dibujos correspondientes a las distintas posiciones de los dedos, según se trate de cada letra. Así, Rossellio propone para cada una de ellas tres tipos de diseños diferentes, excepto para la “s”, “t” o la “v”, que reduce a dos, o en el caso de la “x” a uno sólo.
Será por este mismo motivo, por lo que en la actualidad se acostumbra a citar a Rossellio dentro de la historia de la sordomudística, argumentándose, sin razón alguna, que muchas de aquellas figuras vienen a ser equivalentes a las que después aparecerán en las tablas dactilológicas; las utilizadas para la enseñanza de las personas sordas a partir del Siglo XVII. Pero olvidándose siempre de aclarar que cuando su obra vio la luz en Venecia el año 1579, en España, y aún más concretamente en Castilla, ya había nacido y era de uso general el denominado “alfabeto manual español”.
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Lorenzo Hervás y Panduro y el alfabeto manual español
Una invención, la del alfabeto manual, que en 1795 Lorenzo Hervás y Panduro no dudará en adjudicar, sin prueba documental alguna, al benedictino Fray Pedro Ponce de León, al decir en su Escuela Española de Sordomudos, concretamente en su Volumen II, que: (aquel alfabeto manual) “se había usado en España desde que lo inventó el monje Pedro Ponce”. Opinión que dócilmente será seguida por el resto de los autores españoles posteriores, fiados, sin duda, en el indudable e indiscutido prestigio del autor.
Sin embargo, la afirmación de Hervás y Panduro, en la que atribuía a Ponce el invento del alfabeto manual, quedará desmentida con toda rotundidad en 1986. En este caso gracias a la documentación rescatada por Eguiluz Angoitia, expuesta en su obra Fray Pedro Ponce de León, La nueva personalidad del sordomudo, al haber aparecido entre aquella un texto corto, de puño y letra de Pedro Ponce, donde explica con todo lujo de detalles cómo era en realidad su particular alfabeto manual. Documento que se puede consultar en el legajo 1319 de la sección Clero del Archivo Histórico Nacional de Madrid.
De esta forma, ahora se puede afirmar, con todas las certezas necesarias, que Pedro Ponce ideó un alfabeto manual. Pero en su caso, tomándolo en préstamo de la vetusta “mano aretina” o “mano musical”, obra del monje italiano Guido de Arezzo. Un sistema manual que se venía utilizado en los monasterios desde el Siglo X, pero encaminado al estudio e interpretación del canto llano o gregoriano, sistema que se conservará casi sin alteraciones hasta el Siglo XVIII y en el que los cinco dedos de la mano pasiva (izquierda para los diestros, derecha para los zurdos) señalaban las cinco líneas del pentagrama musical, de manera que el dedo índice de la contraria mano (activa) iba señalando las distintas falanges y articulaciones, a las que, convencionalmente, se habían atribuido las correspondientes notas musicales, luego substituidas por letras en el caso de Pedro Ponce.
Del mismo modo que ahora se está en condiciones de afirmar que aquel alfabeto ideado por Pedro Ponce, nada tiene en común con el llamado “alfabeto manual español”, actualmente en uso por las personas sordas de medio mundo.
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Otros sistemas
Regresando momentáneamente a la obra del dominico Cosme Rossellio, Thesaurus artificiosae memoriae, editada en 1579, que volverá a aparecer de nuevo en esta historia como del río Guadiana se tratara, no vendrá mal dar un pequeño repaso a otras obras similares, en este caso a las pedagógicas. El jesuita Cristóbal Clavio (1537‐1612) publica un Cómputo eclesiástico mediante las articulaciones de los dedos, para la determinación de los ciclos solares, el número áureo, la letra dominical etc.
En España se hacen célebres las obras del ilustre matemático Juan Pérez de Moya, que consagra todo un capítulo al Orden que los antiguos tuvieron en contar con los dedos de las manos y otras partes del cuerpo, o tres más “a las junturas de los dedos que sirven a las letras dominicales”. Otra curiosidad es la “mano gramatical” de Petrus de Torribus encaminada al “Arte de ordenar la construcción latina”. Propuestas, todas ellas, pensadas y diseñadas para la educación en general de cualesquiera personas, aunque no necesariamente de las sordas.
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Los diferentes tipos de alfabetos manuales
Puestos a catalogar aquellas corrientes, hasta el Siglo XVI se utilizaron de común tres tipos de dactilología. La primera, la “simbólica” de primer grado o directa, que generalmente pretendía simbolizar las letras situadas en distintos puntos de la palma de la mano izquierda, y que se podían señalar mediante el uso del índice derecho. Un sistema, por tanto, “bimanual”.
Dos ejemplos de ello son la mano “musical” o el utilizado por el fraile benedictino Pedro Ponce de León, o tal como se representa también en un grabado inglés del siglo XV, ilustrando las Fábulas de Ésopo. Habría que encuadrar dentro de la misma clasificación, aunque en una subdivisión, los sistemas propuestos en los finales del siglo XVII por los ingleses Wallis o Bulwer, al requerir ambos las dos manos para poder significar con ellas la mayoría de las letras del alfabeto común.
Existía, por otra parte, la dactilología de “segundo grado” o indirecta, que, con el mismo objetivo, requería la mediación de otros símbolos que no pasaban precisamente por la mano. Un ejemplo de ello es uno de los sistemas recogidos por el italiano Juan Bautista Porta, en el cual se requería el señalar mediante la mano o los dedos las diferentes partes del cuerpo humano, cuyas letras iniciales permitían el evocar, simbólicamente, las diferentes letras que componían el alfabeto latino.
Y por último está la dactilología figurativa o alfabeto “unimanual”. En la cual, las configuraciones de la mano derecha, tratará de imitan, con mayor o menor acierto, la forma gráfica de las letras de la imprenta en su época. Este será el caso del “alfabeto manual español” en sus orígenes durante el Siglo XVI.
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Melchor Sánchez de Yebra, un autor olvidado
Conocido todo lo anterior y con el fin de clarificar un poco este aparente embrollo, en este caso el generado de forma indirecta por el grave comentario de Hervás y Panduro, sobre la autoría del alfabeto manual español, habría que empezar por ir, lógicamente, al principio de la historia, utilizando para ello la simple cronología.
En el año 1593 se imprime en Madrid, concretamente en la imprenta de Luis Sánchez, la obra Libro llamado Refugium infirmorum, muy útil y provechoso para todo género de gentes […] con un Alfabeto de San Buenaventura para hablar por la mano.[5] Cuando dicha obra aparece en el mercado, su autor, el franciscano Melchor Sánchez de Yebra, hacía ya algo más de siete años que había pasado a mejor vida, al haber fallecido en 1586. Motivo por el cual se puede afirmar sin reparos, que aquella edición era de carácter póstumo o que aquella única edición pasó sin pena ni gloria en España hasta 1891.
En aquel año, el bibliógrafo Cristóbal Pérez Pastor recoge la obra de Sánchez Yebra a partir de un ejemplar existente en aquellas fechas en la Biblioteca Provincial de Toledo, describiéndola y catalogándola en su Bibliografía Madrileña, tomo I, Madrid, 1891. El siguiente en ocuparse de la obra de Sánchez Yebra e incluso de su vida será otro bibliógrafo, Juan Catalina García, que lo incluirá en su Biblioteca de Escritores de la provincia de Guadalajara, Madrid, 1899, pero partiendo en esta ocasión de un ejemplar conservado en aquellos años en la Biblioteca Real de Madrid.
A diferencia de Pérez Pastor, será Catalina García el primero a quien llame la atención el libro, haciendo notar su importancia capital desde el punto de vista de la historia referida a la enseñanza de los sordomudos. Así dice:
“Obra póstuma curiosísima, sobre todo por el alfabeto de San Buenaventura. En él aparecen grabadas en madera las diferentes posiciones y juegos de dedos de la mano con los cuales se puede representar cada una de las letras del alfabeto […] La mayor parte de las posiciones de la mano son las que todavía sirven en el lenguaje manual de los sordomudos”.
Catalina García continuaba diciendo: “Las posiciones de la mano son casi iguales a las que puso Pablo Bonet en su Reducción de las letras..., 1620, y a las que he visto en la obra de Juan Pierio Valeriano, Hieroghyphica Aegiptorum, Lyon, 1602”.
Habría que empezar por aclarar que la obra de Giovanni Pierio Valeriani (1477‐1560), a la que hace referencia Catalina García, había visto su primera edición en 1524, a la que seguirán otras muchas reediciones hasta bien entrado el Siglo XVII, o que las manos que aparecen en la obra de Pierio Valeriani corresponden, en realidad, a otra nueva reimpresión de la Loquela digitorum de Beda, pero con una más que probable errata de imprenta, al nombrar como centenas las señas que, según explicaba Beda, representaban los millares y viceversa.
Trascurridos diez años desde aquel comentario de Catalina García, respecto a la obra de Sánchez Yebra, aparece en El Debate, diario de Madrid, correspondiente al cuatro de julio de 1919, un artículo titulado “¿Tiene el Padre Melchor Yebra, franciscano, algún título para poder figurar entre los precursores del arte de enseñar a hablar a los sordomudos?, firmado por el también fraile franciscano Andrés Ivars. [6]
Ivars, con su artículo, pretendía recordar a sus lectores dos cuestiones muy diferenciadas. La primera, que en el próximo año de 1920 estaba previsto celebrar en Barcelona, a cargo de la Escuela Municipal de Sordomudos de la ciudad, junto con el Laboratorio de Investigaciones y Estudios, anejo a la misma y dirigido por el fonetista y logopeda Pere Barnils, un doble Homenaje dedicado a Pedro Ponce de León y Juan de Pablo Bonet. Conmemorando en el mismo, al alimón, el cuarto centenario del nacimiento de Ponce (1520‐ 1584), un hecho harto discutible, y el tercer aniversario de la impresión de la obra de Juan de Pablo Bonet Reducción de las letras, un hecho real. Homenaje al que se invitó a participar a las plumas más eminentes de la época en el campo de la sordomudística, tanto españolas como extranjeras.
La segunda intención de Ivars, la más clara, era su interés por divulgar la obra de su hermano en religión Sánchez Yebra, hasta aquel entonces casi desconocida, y en la que aparecía, por primera vez en la historia documental, el controvertido alfabeto manual español. Intención que se vería finalmente defraudada, al no tomar nadie en cuenta su artículo, donde, además, se recogía en extenso algunas partes de la obra de Sánchez Yebra, particularmente todo lo referido por el autor respecto a sordos del siglo XVI.
Así decía Sánchez Yebra:
“A esta causa se pone aquí de San Buenaventura un Alfabeto o forma breve de loable vivir. Y servirá también en este Manual para ayudar (como lo demás del) a bien morir, y para este efecto, en cada letra del dicho Alfabeto, A, B, C, se pone una mano figurando la letra que es. Y no se pierde nada, que los que tienen ejercicio de ayudar a bien morir, aprendan y sepan hablar por las letras de la mano, que es común saberlo muchos […] Demás de esto aprovechará también el saber estas letras a los confesores, para responder y hablar a algunos penitentes muy sordos, que saben entenderse con las letras de la mano […] o será para consolar a otros sordos, que compelidos de la necesidad, aprenden la mano para poder tratar y comunicar con las gentes…”.
Objetivos sacramentales, pues.
Cuando se celebre el Homenaje barcelonés, concurrirán a él, aportando importantes trabajos, tanto sobre la figura de Pedro Ponce como de la de Pablo Bonet, entre otros, los españoles Adolfo Bonilla y San Martín, Enrique Herrera, Carlos Nebreda y Pere Barnils, los italianos Mannelli y Ferreri o el francés Gallard. Dichas colaboraciones aparecerán reunidas en un número extraordinario de la revista La Paraula, que aparecerá en 1920 y que constituirá en los próximos años un corpus fundamental a la hora de tener que redactar una historia sobre la educación de los sordos en España.
Pero de todo aquel conjunto de trabajos, que en su mayor parte habían sido extraídos utilizando como fuente principal de inspiración la obra Escuela Española de Sordomudos de Hervás y Panduro editada en 1795, aunque casi nadie citara la obra, destacaba en particular uno, debido a sus novedosas e importantes aportaciones; el de Tomás Navarro Tomás, titulado: “Juan Pablo Bonet, datos biográficos”.[7] Artículo que con el paso de los años devendrá en un clásico, al tomarlo como punto de referencia primeramente, Miguel Granell y Forcadell, en su obra Homenaje a Juan Pablo Bonet, editada en 1929, y posteriormente por Jacobo Orellana y Lorenzo Gascón, que volverán a tomarlo prestado en su Prólogo y Crítica a una nueva reedición de la Reducción de las Letras, que aparecerá en 1930.
Habría también que resaltar que, con todo y ser muy importante la aportación de Navarro Tomás, referida a los datos biográficos sobre Juan de Pablo Bonet, de hecho su trabajo estaba, a la vez, extraído, fundamentalmente, de unas fuentes documentales ya citadas por nosotros con anterioridad. Más concretamente en la obra de Pérez Pastor, Bibliografía Madrileña, editada 29 años antes, o sea, en 1891, y donde ya aparecían catorce documentos inéditos, en este caso los notariales referidos a Pablo Bonet, que utilizados y expurgados por Navarro Tomás, habían dado lugar a la aparición de ocho documentos más, igualmente inéditos. Otra cuestión sería la interpretación que dio Navarro Tomás de ellos, en algunos casos concretos harto discutible, como se encargará de demostrar el tiempo con la aparición, en 1995, de otros nuevos documentos inéditos referidos Pablo Bonet.
Esta aparente disquisición sobre Navarro Tomás viene a cuento si recordamos que el franciscano Andrés Ivars, un año antes había publicado sobre el asunto de Sánchez Yebra y su alfabeto manual una carta en el diario El Debate, citando al paso como fuentes de su artículo la obra de Pérez Pastor Bibliografía Madrileña de 1891 o la de Juan Catalina García Biblioteca de Escritores de la provincia de Guadalajara, de 1899.
Detalle, al parecer de todo el mundo nimio, ya que el puntilloso Tomás Navarro Tomás, o el resto de los eruditos participantes de aquel Homenaje de 1920, fueran o no españoles, no se molestaron en tenerlo en cuenta, máxime cuando aquel detalle tan incómodo, en cierta manera, venía a menguar la gloria universal de Pedro Ponce de León y, por ende, la de España como cuna de la sordomudística. Histéricamente ensalzada en su momento por el benedictino Benito Jerónimo Feijoo, en 1753, al que siguió el jesuita Andrés Morell, en 1793, o el también jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, en 1795.
De esta forma, gracias a aquel clamoroso silencio consensuado, continuó indemne el dogma de fe por los siglos de los siglos, de que el benedictino Pedro Ponce de León había sido el genial y oportuno inventor del alfabeto manual español.
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La puerta del alfabeto manual
Otra cuestión es que aquel, llamémosle olvido, dio como consecuencia colateral en que nadie viniera a caer en la cuenta de que Ivars, al citar en extenso a Juan Catalina García, había dado, sin buscarla, con la clave del misterioso origen del alfabeto manual español, al afirmar que las posiciones de las manos que aparecían en la obra Refugium infirmorum de Sánchez Yebra “son casi iguales a las que puso (Pablo) Bonet en su Reducción de las letras…, 1620, y a las que he visto en la obra de Giovanni Pierio Valeriani, Hieroghyphica Aegiptorum, Lyon, 1602”. Clave oculta que aparece, justamente, en el grabado de Valeriani, dedicado, una vez más, a la Loquela digitorum de Beda.
De tomar dicho grabado, comparándolo con las 21 nuevas señas propuestas por Sánchez Yebra en su obra, bien a resultar que un tercio de aquel alfabeto manual son, en su caso, señas “recicladas” del código numérico de Beda, concretamente de los números 4000, 100, 200, 400, 500, 1000 y 8000, impresos en la obra de Pierio Valeriani. Que, sin la menor modificación pasan a constituir exactamente, con sus mismas configuraciones, siete de las consonantes, en este caso la “f”, la “m”, la “n”, la “q”, la “r”, la “s” y, finalmente, la “t”.
El resto de consonantes o de vocales, debió quedar a cargo de la febril imaginación de su autor, en este caso un anónimo desconocido que, tal como explicaba Sánchez Yebra, había conseguido, además, que fuera “común saberlo muchos” o que sirviera “para responder y hablar a algunos penitentes muy sordos, que saben entenderse con las letras de la mano […] o para consolar a otros sordos, que compelidos de la necesidad, aprenden la mano para poder tratar y comunicar con las gentes…”.
Constataciones circunstanciales que indican con claridad el anormal grado, por elevado, de alfabetización de los sordos en una época en la que se suponía no había maestros conocidos, o momento en que las gentes ya habían dejado en el olvido la supuesta memoria de Pedro Ponce, si es que alguna vez la habían tenido, que lograba con su “celestial” habilidad “hacer hablar a los mudos”.
Un gran momento histórico éste, pues, según se interpreta en Sánchez Yebra, muchos de los sordos castellanos habrían dejado literalmente aparcadas las señas naturales, pasándose sin dilación o sin remilgo alguno a aquel alfabeto dactilológico, una idea, lógicamente, de oyente, y además poco o nada interesado en la lengua de señas que usaban los sordos.
Herramienta que en España se usará entre los sordos, casi en exclusiva y como único vehículo de comunicación con los oyentes, hasta bien entrado el Siglo XX.
Prueba indirecta de que el comentario de Sánchez Yebra sobre el uso del alfabeto era cierto, es que aquel se siguió utilizando cada vez más, llegando a ser su uso casi vulgar. Debió ser por ello, que el pintor valenciano José García Hidalgo, al dar a la imprenta sus Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura, con todo y partes del cuerpo humano, en 1693, presentaba un grabado proponiendo otro nuevo “alfabeto manual español” diferente, a la par que explicaba:
“Nuevo Abecedario Manual demostrativo para enseñar a Hablar los Mudos, y hablar los Sordos, Estilo Palaciego Silencioso u de ingenio, es distinto del antiguo y tiene la comodidad de formarse delante del pecho con que no leerán detrás ni de lado lo que se habla”.
O sea, en conclusión, transcurridos cien años desde la publicación de la obra de Sánchez Yebra o setenta y tres de la de Pablo Bonet, que tanto da, el alfabeto manual continuaba vivo y gozando de buena salud a pesar de su vejez.
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Eguiluz Angoitia y su particular visión sobre los orígenes del alfabeto
Hay que dejar también constancia de que Eguiluz Angoitia, tratando de quitar hierro a este asunto concreto del alfabeto manual, pero siempre en beneficio de Pedro Ponce, decía en 1986 que:
“Suele hablarse en la historia de la sordomudez del sistema dactilológico del P. Melchor de Yebra y de Juan Pablo Bonet, concediéndoles cierto derecho de paternidad sobre el mismo. Bonet nada dice de su origen, pero el P. Yebra declara expresamente “que es común saberlo muchos” y habla de sordos “que saben entenderse con letras en la mano”.[8]
Más arriba, afirma Eguiluz Angoitia, “hemos visto que dicho sistema fue ideado por el dominico Cosme Rossellio, en 1575, aunque no precisamente para los sordos”.
Sin embargo, Eguiluz Angoitia, olvida decirle al lector que la obra de Sánchez Yebra, impresa póstumamente en 1593, debería estar acabada, cuando mucho, en 1586, fecha de su fallecimiento, esto si ya no estaba concluida muchos años antes de aquella fecha.
Motivo primero y fundamental para hacerse inverosímil el hecho de que en escasos once años, los que van desde la fecha de impresión de la obra de Rossellio hasta la muerte de Sánchez Yebra, fuera tiempo más que suficiente para la expansión de aquel alfabeto en toda Castilla, tal como afirma Sánchez Yebra, y menos aún cuando no hay noticias escritas de que en Italia, lugar de impresión de la obra de Rossellio, hubiera sucedido algo similar.
Otra cuestión es que, curiosamente, Eguiluz Angoitia no reparara en que el grabado de Rossellio, que adjunta en plan didáctico a su obra, o que en su Bibliografía, la obra de Rossellio figura siempre como editada en Venecia en 1579, y no en 1575 como recoge ¿erróneamente? en el comentario en cuestión.[9]
Detalle aparentemente banal, pero que en el fondo hace retroceder su tesis, de manera sospechosa y harto favorable para Pedro Ponce, en cuatro años, que en esta historia que él plantea resultan francamente vitales. Ya que, de volver a hacer números reales, de 1579 a 1586, fecha tope impuesta arbitrariamente, ya sólo restan siete. ¿Siete años para extender en toda Castilla, el uso de generalizado de un alfabeto dactilológico pretendidamente nacido en Italia, dados el estado de las comunicaciones y de la educación de la época?: Imposible.
Cuestión aparte de que, por motivos muy similares a los anteriores, renunciemos voluntariamente a seguir rebatiendo a Eguiluz Angoitia, sobre si el multi‐alfabeto propuesto por Rossellio, y que se podía ejecutar tanto con la mano derecha o con la izquierda, indistintamente, es el mismo que publicó Sánchez Yebra, cuando en la realidad no ha lugar al debate, al ser uno y otro totalmente diferentes, por mucha buena voluntad que se ponga en este asunto. De hecho, cuando en 1784 se abrió en Roma la primera escuela para sordos, bajo la protección del abogado Pascual de Pietro y dirigida por el escolapio Tomás Silvestri, un antiguo alumno del abate L’Epée, al que seguiría su discípulo Camilo Mariani, escuela a la que asistirá durante todo un año el jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, el alfabeto que allí se usaba era, cómo no, el alfabeto manual español.
Respecto a la paternidad o autoría del alfabeto manual español, que tanto parece inquietar a Eguiluz Angoitia, convendría dejar bien claro que no tiene ningún sentido el dar más vueltas sobre asunto, cuando, en principio, Sánchez Yebra o Pablo Bonet, no reivindicaron para sí dicha autoría.
De esta forma, lo más sensato, es aceptar que si no lo hicieron fue, sencillamente, porque no eran sus inventores. En cuyo caso su semejanza básica no puede deberse más que al simple hecho de que ambos eran tributarios de uno anterior desconocido al que llamaremos aquí alfabeto “Q” (del alemán Quelle, fuente).
Sin embargo, algo podemos decir sobre alfabeto “Q”, aunque sea muy poco, pues, si tenemos en cuenta que la configuración que forma el dorso o el borde del pulgar con el borde de algunos dedos es donde parece radicar en la mayoría de las señas alfabéticas la semejanza con las letras, minúsculas y del tipo cursiva impresa –que grabó por vez primera Francesco Griffo, por encargo del impresor Aldo Manuzio, en 1501‐‐, y también que, mediando una treinta de años entre los alfabetos de Sánchez Yebra (1593) y Juan Pablo (1620), ambos son muy semejantes, podemos aceptar la doble hipótesis de que el alfabeto “Q” ha de haber visto la luz avanzado el siglo XVI y que ha debido ser, en origen, muy parecido al de Sánchez Yebra.[10]
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Jacobo Rodríguez Pereira y su particular “dactilogía” (sic)
Condenados de nuevo, casi a perpetuidad, a tener que seguir retrocediendo en el tiempo, merece la pena explicar que el término “dactilología”, en apariencia tan moderno, fue utilizado por primera vez en el siglo XV y en este caso por Juan Tritemio, tal como puede verse en su obra Polygraphiae. Así Tritemio, llegado al momento de tener que referirse concretamente a la loquela digitorum de Beda, optó por traducir dicho término al griego, momento a partir del cual dicho término quedará consagrado.
Otra versión que corre sobre la misma historia, adjudica la oportunidad del término a Saboureux de Fontenay, alumno del judío hispano‐portugués Jacobo Rodríguez Pereira, cuando dicha historia obedeció, en realidad, a una disputa entre maestros. En este caso entre Ernaud de Burdeos y Rodríguez Pereira, y no por el término “dactilología”, sino, precisamente, por el origen del alfabeto manual español. Historia que recogió con detalle Hervás y Panduro, en el segundo volumen de su Escuela Española de Sordomudos.[11]
La reyerta entre Ernaud de Burdeos y Rodríguez Pereira, se inició a la vuelta a Paris de este último en 1756, tras haber estado instruyendo a un niño sordo en Burdeos. Según Rodríguez Pereira, Ernaud, aprovechando su ausencia, trató de sonsacar al niño el método seguido por su maestro, cuando aquél siempre tuvo muy buen cuidado en ocultarlo, al ser su principal fuente de ingresos.
Quejoso Rodríguez Pereira, explicaba a todo el mundo que Ernaud estaba intentando copiar su método, afirmando éste, además, que ‐había “aprendido de algunos Judíos españoles un alfabeto manual”, del que afirmaba que Rodríguez Pereira se servía. Otra de las muchas quejas de Rodríguez Pereira era que Ernaud había publicado una Memoria censurando su método o su alfabeto, en la que decía que aquel alfabeto manual era muy conocido en España y en Italia.
Ante aquellas acusaciones, Rodríguez Pereira le respondió por escrito:
“Yo diré, que el alfabeto manual que se usa en España, y que es el mismo que Ernaud ha aprendido y practica, es más dañoso que útil para instruir a los Sordomudos, y Ernaud no dice de tal alfabeto todo lo malo que de él se podría decir: más se engaña al creer que el alfabeto español es mi alfabeto manual…”
“…Es cierto, ‐‐continuaba diciendo Rodríguez Pereira‐‐ que del alfabeto manual español he tomado muchas señas que se usan en el mío, como confesé el año 1749, delante de la Academia, más al mismo tiempo dije, que yo lo había aumentado, y perfeccionado notablemente para acomodarle a la instrucción del idioma francés. En la perfección que he procurado dar a tal alfabeto, he infundido el alma a un cuerpo muerto: y sin esta perfección yo me hubiera guardado de usarlo, principalmente para enseñar una lengua, en que frecuentemente los mismos sonidos vocales expresan diferentes letras […] Mi alfabeto manual, que llamare “dactilogía” (sic), está exento de estos inconvenientes, y junta gran número de ventajas…”.
De todo este largo párrafo habría que destacar varias cuestiones fundamentales. La primera, que el alfabeto dactilológico actual, en el Siglo XVIII y más concretamente en 1749, ya se denominaba en el ámbito europeo como “alfabeto manual español”, y además estaba muy extendido, particularmente, por España e Italia.
La segunda, es que Rodríguez Pereira, de ascendencia judía, curiosamente, no niega que Ernaud lo hubiera podido aprender a través de unos “judíos españoles”. Y la tercera, que Rodríguez Pereira, reconociendo que lo usa, afirma que lo había modificado creando nuevas figuras, “infundiendo alma a un cuerpo muerto”. Cuestiones de las que se desprenden varias conclusiones.
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Conclusiones
Transcurridos casi 130 años desde la publicación de la obra de Juan de Pablo Bonet en 1620 (a Sánchez Yebra nadie lo conoce ni lo conocerá hasta 1891), su método y más concretamente aún su alfabeto “demostrativo” ha corrido profusamente por España e Italia, lugares donde él residió. Pero, nadie afirma en ningún momento que dicho alfabeto fuera una invención de él y menos aún, de Pedro Ponce de León. Una cuestión banal que en España hará y hace correr todavía ríos de tinta.
El comentario de Ernaud referido a que lo había aprendido por mediación de unos “judíos españoles”, que Rodríguez Pereira no niega, da mucho en que pensar. Más aún al saberse que Rodríguez Pereira, de origen judío él, lo exportó a Francia sin apoyo gráfico, tal como el mismo reconoce al afirmar: “En el alfabeto manual español, del que la Academia ha visto un ejemplar impreso, que he hecho traer de España, cada postura de la mano no representa sino una letra sin hacer relación alguna a sus diversos valores”.
Comentario que parece apuntar a que las tablas del alfabeto, grabadas en madera en la obra de Pablo Bonet, muy posiblemente, corrieron a posteriori impresas y huérfanas de la obra original que las contenía. Por otra parte, el comentario de Ernaud sobre el uso de aquel alfabeto manual por parte de los judíos españoles indicaría, de ser cierto, que entre la diáspora judía era habitual el utilizarlo, consiguiendo así que sus conversaciones particulares no llegaran a oídos indiscretos.
Por último, el hecho de que Rodríguez Pereira reconociera que había modificado dicho alfabeto, creando nuevas y significativas figuras manuales adaptadas al francés, tal como confesó en la Academia en 1749, da en pesar en el Abate L’Epée y su posterior invención de los “signos metódicos”. Más aún al reparar que L’Epée abrió su escuela de París, según Hervás y Panduro, en 1755. ¿Sería entonces Rodríguez Pereira la fuente de inspiración de los signos metódicos del Abate L’Epée? Desgraciadamente, aun hoy no tenemos respuesta a la pregunta anterior. Como tampoco tenemos respuestas a muchas de las incógnitas que siguen planeando sobre el origen primero del llamado alfabeto manual español.
Bibliografía:
‐ Libros:
Aventino, Juan (Johann Turmair) (1532), Abacus atque vetustisima veterum latinorum per digitos manusque numerando quin et loquendi consuetudo ex Beda cum picturis et imaginibus. Ratisbona: J. Knol. Beda, Venerabilis, De temporum Ratione I, I De computo nel Loquela Digitorum, Corpus Christianorum, Series Latinas, vol CXXIII B, pp.268‐ 271.
Bulwer, John, Chirología, or the natural language of the hand, componed of speakins motions and discursing gestures thereof. Londres: T. Harper.
Clavius, Cristóbal (1558) Computus ecclesiasticus per digitorum articulos mira facilitate traditus. Roma: A. Zaunettum.
Eguiluz Angoitia, Antonio (1986) Fray Pedro Ponce de León. La nueva personalidad del sordomudo. Madrid: Obra Social Caja de Madrid. Gascón Ricao, Antonio y Stroch de Gracia y Asensio, José Gabriel (2004) Historia de la educación de los sordos en España y su influencia en Europa y América. Madrid: Coed., Facultad de Derecho de la UCM, Centro Hervás y Panduro y Editorial Centro de Estudios Ramón Areces SA.
Hervás y Panduro, Lorenzo (1795) Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español. Madrid: 2 vols., Fermín Villalpando e Imprenta Real.
Pablo Bonet, Juan de (1620) Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos. Madrid: Francisco Abarca Angulo. Pentarcus Syderatus, Petro (Petrus de Torribus) (1499) Ars constructionis ordinandae. Salamanca, s/e.
Pérez de Moya, Juan (1562) Matemática práctica y especulativa. Salamanca, Mattias Gast.
Porta, Giovanni Battista (1602) De furtivis literarum notis, vulgo de Ziferis. Nápoles: J. M.Scotum.
Rossellio, Cosme (1579) Thesaurus artificiosae memoriae. Venecia: A. Paduanium.
Sánchez de Yebra, Fray Melchor (1593) Libro llamado Refugium infirmorum, muy útil y provechoso para todo género de gente, en el cual se contienen muchos avisos espirituales para socorro de los afligidos enfermos, y para ayudar a bien morir a los que están en lo último de sus vida, con una Alfabeto de S. Buenaventura para hablar por la mano. Madrid: Luys Sánchez.
Tritemius, Johann von (1518) Polygraphiae. Oppenhemie: Joannis Haselberg.
Valeriani, Giovanni Pierio (1567) Hieroglyphica sive de sacris Aegiptorum aliarumque gentium lietres comentarii. Basilea: Thomam Garinum.
‐ Artículos en libros:
Gascón Ricao, Antonio (2002) La influencia de los sistemas digitales clásicos en la creación del llamado alfabeto manual español. En: Humanismo y pervivencia del mundo clásico. Homenaje al profesor Antonio Fontán. Alcañiz‐Madrid: Instituto de Estudios Humanísticos, volumen V, pp. 2481‐2503.
Notas
[1] Antonio Gascón Ricao, Historia del Alfabeto manual o dactilológico. Seminario de Lingüística Aplicada, Facultad de Filología Inglesa de la UCM, marzo 2004.
[2] Licenciado Lasso, Tratado Legal sobre los mudos. Con un estudio preliminar y notas de Álvaro López Núñez. Madrid, 1919.
[3] 3 Un ejemplo de ello se puede ver en el Libro de señales, Monasterio de Montserrat, Ms. 46, f. 74‐94v.
[4] Venerabilis Beda, De temporum Ratione I, I De computo nel Loquela Digitorum, Corpus Christianorum, Series Latinas, volumen CXXIII B, pp. 268‐271.
[5] Fray Melchor Sánchez de Yebra (1593) Libro llamado Refugium infirmorum, muy útil y provechoso para todo género de gente, en el cual se contienen muchos avisos espirituales para socorro de los afligidos enfermos, y para ayudar a bien morir a los que están en lo último de sus vida, con una Alfabeto de S. Buenaventura para hablar por la mano. Madrid: Luys Sánchez.
[6] Fray A. Ivars (1920) ¿Tiene el Padre Melchor Yebra, franciscano, algún título para poder figurar entre los precursores del arte de enseñar a hablar a los sordomudos? “Archivo Ibero Americano”, núm. 7.
[7] Tomás Navarro Tomás (1920‐1921), Juan Pablo Bonet, datos biográficos. “La Paraula. Butlletí de l’Escola Municipal de Sords‐Muts de Barcelona”, núm. 3.
[8] Antonio Eguiluz Angoitia, Fray Pedro Ponce de León. La nueva personalidad del sordomudo. Madrid, 1986.
[9] A. Eguiluz Angoitia Fray Pedro Ponce de León, grabado en p. 134 y en Bibliografía p. 345.
[10] Antonio Gascón Ricao y Ramón Ferrerons Ruiz (1998) Goya, referencia obligada para la historia del origen y evolución del llamado “Alfabeto manual español”. San Lorenzo del Escorial: (Ponencia), Curso de Verano, “Barreras de Comunicación y derechos fundamentales”, 20‐24 julio.
[11] Lorenzo Hervás y Panduro (1795) Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español. Madrid: Fermín Villalpando, volumen II, pp. 22‐28
Estoy comenzando a leer gramática para poder comunicarme con los sordos y así mostrar mi respeto hacia su cultura