Por Antonio Gascón Ricao [1],
Barcelona, 2004.
Sección: Artículos, historia.
En primer lugar, antes de entrar en materia, me gustaría matizar un par cuestiones previas en aras de una mayor claridad y compresión del tema.
La primera y principal, es que el título es evidentemente pretencioso, puesto que para poder resumir en cuatro palabras, lo que en realidad fue durante siglos la lengua de “señas”, hoy llamada de “signos”, o lo que ésta representa hoy en día, vista desde el punto historiográfico, harían falta muchas jornadas y bastantes más especialistas, entre los cuales yo no me incluyo.
De ahí que el presente trabajo se circunscriba casi en exclusiva al siglo XVIII o, alargando mucho, hasta los principios del XX, por motivos que se verán más adelante.
La segunda cuestión, es que por una de aquellas casualidades resulta que el que suscribe es autor de un trabajo intitulado “¿Señas o signos?: evolución histórica”[2]. Estudio nacido en 1998 al fragor del primer Curso de Verano organizado por la UCM sobre “Barreras de Comunicación y derechos fundamentales», y que hoy se puede consultar actualizado en la página Web de la UCM.
Ha sido por ello, que desde aquella fecha me he visto inmerso, quiero recalcar que involuntariamente, en la actual polémica sobre cómo debería denominarse la lengua o idioma que utilizan las actualmente denominadas “personas sordas”, hasta el año pasado “sordos”, nueva denominación adoptada a causa de unos cambios estatutarios decididos este año 2004 por la antigua Confederación Nacional de Sordos de España (CNSE), hoy denominada “Confederación Estatal de Personas Sordas” (CEPS), aunque antes conocidos, de forma coloquial, como “sordomudos” hasta fechas tan cercanas como es el año 1979.
Por lo mismo, pido disculpas por anticipado si en algún momento me refiero a dicha lengua de una forma u otra, es decir, “señas” o “signos”, pues, mi pretensión no pasa por imponer ninguno de los dos términos, ya que, según se mire la cuestión, ambos son en realidad discutibles.
Aseveración última que en mi caso particular radica en mi límite temporal de investigación histórica. La referida a la educación de los sordos en España, al abarcar esta más de quinientos años, y afortunadamente no únicamente a los diez o doce años últimos, llenos de despropósitos en el campo de las definiciones, al no darse razones objetivas que avalen dichos cambios definitorios. Una óptica que casi me hace ser neutral en dichos temas.
De ahí que, por deformación profesional, tenga la tendencia natural de mantener el nombre más antiguo o más arraigado, o en su caso el más utilizado a casi todo lo largo de la Historia en España. Del mismo modo que también pido disculpas si en algún momento utilizo el término “sordomudo” o “sordo”, en lugar del actual de “persona sorda”, pues mi disfunción metalingüística pasa por el mismo defecto.
En disculpa de lo último, y porque se entiendan en parte mis disfunciones, supongo que será curioso conocer de primera mano el origen del ahora denostado término “Sordomudo”. Calificativo que en ningún caso fue ni es peyorativo, al ser un simple término descriptivo de una visible afección orgánica, sin más.
Calificativo que debemos a las reflexiones lingüísticas del abate francés Carlos Miguel de L’Epée que en su día recogió un conocido autor español del siglo XVIII, Lorenzo Hervás y Panduro, tratando de paliar con él, desde la más absoluta buena fe, la falta existente en su época de un término castellano claro y conciso con el que definir a una parte del género humano, en este caso concreto a los “sordos” de nacimiento, mal llamados en aquel entonces “mudos”.
Calificativo el de “Sordomudo” que durante más de 100 años se escribió en España con mayúscula. Una moda que afortunadamente se perdió en los principios del siglo XX, pero que en cierto modo se ha vuelto a recuperar a destiempo dentro del actual “Colectivo Sordo”, puesto que ahora la costumbre más general entre los oyentes es apear las mayúsculas hasta de los títulos o cargos más encumbrados de nuestra nación, en lo que no deja de ser una forma de igualar a todos los ciudadanos tal como corresponde en un estado de derecho como el nuestro, donde nadie debe ser más “grande” que otro, con indiferencia de que sea cargo público o que pertenezca a una de las muchas minorías lingüísticas de este país, como es el caso de los sordos.
“El hombre ‐decía dicho personaje‐ a quien comúnmente se da el nombre de mudo, y yo doy el de Sordomudo, es infelicísimo porque no habla, ni puede hablar, como lo sería el que habiendo hablado perdiese el uso de la lengua: más esta infelicidad, aunque es grandísima, es muy inferior a la que un Sordomudo experimenta por la sordera que le hace incapaz de oír a los que hablan. Esta sordera, que es mayor mal que la mudez, de la cual es la causa, debe exprimirse con el nombre propio que pertenece, o se debe dar a los mudos por falta no de lengua, sino de oído: y por esto les doy el de Sordomudos.” [3]
Otra cuestión muy diferente, aunque muy similar a la anterior, es el nombre que ahora, en teoría, se debe dar en “castellano” a la lengua que utilizan las personas sordas en España, en este caso y según las últimas directrices de la CEPS, deberá ser nombrada como lengua de “signos”.
Una propuesta más propia de “oyentes” que de “sordos”, pues los sordos se presupone, de ponernos muy “puristas”, que no hablan más que en signos y éstos resulta que no tienen reflejo en una escritura concreta, salvo que las personas sordas utilicen, como el resto, nuestro propio idioma patrio y donde las “normas” las impone la propia habla del pueblo, que por cuestiones que no vienen al caso resulta que es mayoritariamente oyente y no precisamente sordo. Es por ello que dicha imposición, potenciada desde otra lengua ajena totalmente al castellano, ya sea el hablado o escrito, racionalmente, no deja de ser absurda cuando no una paradoja.
Un tema concreto, el del nombre de dicha lengua, que a Juan Luis Marroquín, que fue presidente de la Federación Nacional de Sordomudos durante más de cuarenta años, concretamente desde 1936 a 1979, que al ser él un hombre indiscutiblemente lúcido e ilustrado, lo trajo torturado durante años justamente por lo inapropiado de la expresión, dado que en su época se denominaba “lenguaje mímico” o de “gestos”.
En un intento por racionalizar el nombre de aquélla, al igual que Hervás en el siglo XVIII con el término “mudos”, Marroquín, tras mucho tiempo de reflexión y cuando obtuvo la respuesta deseada, no dudó ni un instante en proponer al colectivo sordo cambiarlo, según su razonado parecer por otro mucho mejor y más ajustado a nuestro idioma común, que en este país resulta ser el castellano, antonomásticamente español, aunque tan españoles como el castellano son, el vasco, el gallego o el catalán.
Una propuesta que hizo pública y por escrito en 1975, y que no pasaba precisamente por ninguna de las dos definiciones actuales, puntualizando de paso que aquella oportuna propuesta de Marroquín no encontró eco en nadie, y aún menos entre las hoy llamadas “personas sordas”, a última hora y según Marroquín, sus queridos “hermanos sordomudos”.
Un hecho, desde mi particular y personal punto de vista, muy penoso, dada la categoría moral, ética e intelectual del personaje, pues aquella propuesta, como mínimo, debería haber merecido entre el colectivo sordo, primero, atención y respeto, y segundo, un intenso debate, que de haberse realizado y llegado a un acuerdo en su día, a lo mejor, y aquí hago historia ficción, habría evitado el que en la actualidad se está tristemente viviendo.
De esta forma, Marroquín afirmaba en 1975 que:
“El lenguaje mímico o lenguaje de los gestos es una ingeniosa forma mediante la cual los sordomudos se comunican espontáneamente entre ellos y con los iniciados en este idioma, pues propiamente no puede denominarse lenguaje, por no intervenir la lengua, sino las manos […] Debería pensarse en dar a la expresión mímica una clara denominación, que no puede ser tampoco la de lenguaje de las manos, pues las manos no tienen lengua. El término tal vez pudiese ser el de manuaje o manoexpresión. Mientras, sigamos la costumbre establecida, hasta que personas más cultas dicten su fallo definitivo.”[4]
Cuestión que evidentemente debería pasar por la Real Academia de la Lengua Española.
Hoy, gracias a Marroquín, descubrimos que, como mínimo desde principios del siglo XX hasta aquel año de 1975, el nombre del lenguaje actualmente discusión se llamaba, no de “señas”, un término puesto en boga en España desde el siglo X, pero ya perdido en los principios del siglo XIX, momento en que los maestros españoles empezaron a denominarlo de “signos”, por influencia lingüística de la escuela francesa abierta por el abate L’Epée a mediados del siglo anterior, sino “mímico” o de “gestos”.
Pero lo más curioso es que Félix‐Jesús Pinedo, el sucesor de Marroquín en 1979, diez años más tarde, concretamente en 1989, seguía llamándolo todavía “lenguaje gestual”.[5]
De ahí que me haya permitido afirmar al principio que el nuevo nombre, es decir, el de “lengua de signos”, tenga como mucho de diez a doce años, y aquí dejo que cada uno saque las pertinentes conclusiones, pues dicho hecho todavía no puedo considerarlo como histórico, dada la proximidad en el tiempo.
Motivo por el cual se puede afirmar con toda rotundidad que el nuevo nombre que se le ha dado, en términos temporales, es casi un niño que está todavía por crecer. Crecimiento, que no se olvide está condicionado al pueblo llano, es decir, al oyente mayoritario, que es soberano de hacerlo o no lingüísticamente suyo.
Un hecho, que no pasa por ninguna interesada directriz procedente de ninguna institución concreta, pero que, de lograr alcanzar la edad adulta, pero entre el mundo oyente, daría el que dentro de unos años pasara a formar parte de nuestro Diccionario de la Lengua Española. Un futuro que, conociendo la política de nuestros actuales académicos, podría ser muy lejano, y más aún al entrar en total y absoluta contradicción con las actuales definiciones académicas del término.
Resumiendo y a efectos históricos: Desde el siglo X hasta principios del XIX, el lenguaje de los sordos en España se llamaba de “señas”, sin más. Durante casi todo el XIX, y a causa de influencia de la escuela francesa entre los maestros españoles, pasó llamarse de “signos”, un término hay que decir que muy “afrancesado”, y ya en el siglo XX, desde el principio hasta como mínimo el año 1992, volvió de nuevo a cambiar de nombre al denominarse “lenguaje mímico” o “gestual”, y ahora en la actualidad, en el siglo XXI, ha vuelto otra vez a cambiar a “signos”. Cuestiones semánticas al fin y al cabo.
Obviamente, no soy lingüista, y en ocasiones cuando alguien me pregunta por mi oficio, me disculpo, porque hay momentos como el actual en que ni siquiera me considero un historiador al uso, al ser la Historia de la educación de las personas sordas en España un capítulo todavía por escribir, aunque se estén produciendo algunos intentos encaminados a paliar dicha ignorancia histórica. De ahí que alegue que ya me conformaría con que algún día alguien me llegara a considerar en este campo como simple cronista.
Por ello, desde la ignorancia más absoluta, recuerden que soy un humilde y oscuro cronista, me sorprende otra ignorancia; la de las personas que son consideradas como especialistas en la “lengua de signos”, en particular la española, al descubrir, casi con espanto, que éstos desconocen a nuestros propios clásicos. Cayendo así en lo que el académico de la Lengua Española Antonio Muñoz‐Molina, califica como “papanatismo nacional”. Es decir, en aceptar, sin ningún tipo de escrúpulo las corrientes foráneas, consecuencia normal del puro desconocimiento de nuestra propia cultura. Les pondré un ejemplo.
Es común afirmar en España que gracias una investigación realizada en 1960 por el norteamericano William Stokoe, se descubrió que las lenguas de signos poseen una serie de reglas precisas de tipo gramatical. Dicho estudio, según numerosos autores, incluidos entre ellos los españoles, provocó una auténtica revolución, no sólo en el ámbito de la lingüística, sino también en la concepción que hasta el momento se tenía de la sordera.
Pues bien, Stokoe, que indudablemente demostró lo anterior en Norteamérica y muy en particular sobre la ASL, resulta que no es ni mucho menos el primero en descubrir que las lenguas de señas o de signos, han tenido y tienen, todas las características necesarias para ser consideradas sin discusión como una lengua humana más. La cuestión está en que hay otro personaje muy anterior que ya afirmaba lo mismo, razonándolo además a nivel lingüístico, pero doscientos años antes que Stokoe y en Europa.
A modo de prueba, permítanme que recoja un fragmento de un autor español del siglo XVIII que dice lo siguiente:
“El lector quizá juzgará, que las ideas gramaticales convienen tan poco a los Sordomudos, como las musicales. Si así juzgare, no acertará; porque todos los Sordomudos tienen verdaderas ideas gramaticales, como los hombres que hablan; aunque hay la diferencia de que las de los que hablan son naturales y artificiales, y solamente naturales las de los Sordomudos.
Cuando estos con señas nos insinúan querer o aborrecer una cosa, ellos en su mente forman y tienen ideas gramaticales de nombres, verbos, etc. no menos que las tenemos nosotros cuando por señas pedimos, o decimos alguna cosa. La gramática de los Sordomudos es totalmente mental, y la nuestra es mental y verbal: aquella es puramente natural, y la nuestra es natural y artificial. En las ideas gramaticales de lo Sordomudos todo es natural y simple: en ellas no hay cosa superflua; pero en nuestras ideas gramaticales se mezcla lo artificial con lo natural, lo superfluo con lo caprichoso. […].
El autor anterior se llamó en vida Lorenzo Hervás y Panduro (leer su biografía), y el fragmento pertenece a su obra Escuela española de sordomudos, editada en Madrid en 1795. Por dar más detalles, las ideas lingüísticas de Hervás influyeron en el alemán Wilhem von Humboldt, que es considerado hoy como el creador de la lingüística moderna, o su método para la clasificación de las lenguas siguiendo un criterio comparativo, fue el preludio al método comparativo que forjaran unos años más tarde los alemanes Adelung, Grimm o Bopp, el cual daría origen a la lingüística científica. El orientalista alemán Max Müller, que enseñó en Oxford, afirmaba en 1861, que Hervás fue el primero en señalar que la afinidad entre lenguas tiene que ser determinada por la estructura gramatical y no por el mero parecido de las palabras.
Pero lo más destacable fue el camino que condujo a Hervás a la afirmación de que lenguaje de señas o signos de los sordos (LS) era una forma entre otras muchas del lenguaje humano, al utilizar la comparación transidiomática de las lenguas existentes en su época y el lenguaje de señas, concretamente con el italiano, al residir por motivo de su exilio político en Roma.
Prueba de ello es que Hervás demostraba, con argumentos empíricos, la equivalencia del Lenguaje Verbal (LV) y el LS. Es cierto, decía Hervás, que los LV como el español y el alemán tienen nombres que manifiestan el género gramatical (masculino, femenino, o neutro) y el caso (nominativo, acusativo, dativo) mientras que el LS carece de marcas de género y caso. Esta carencia argüía, no rebaja a un LS, pues hay LV donde no existe diferencia de género gramatical, como por ejemplo en el inglés.[6]
Pero hay un párrafo de Hervás en particular que debería poner los pelos como escarpias a los especialistas actuales que afirman “que las lenguas de signos emplean el espacio, el movimiento y las expresiones faciales para codificar mucha información de tipo gramatical, como son las preposiciones, adverbios, orden de las frases, la duración de un verbo, cláusulas de relativo, etc. etc.
Mecanismos todos ellos que los oyentes no habituados a la lengua de signos somos incapaces de entender, percibir y valorar.” [7]
La pregunta es cuándo y cómo adquirieron los sordos dichas capacidades de tipo gramatical respecto a las preposiciones, adverbios, etc., que según Hervás, no poseían en su época, aunque si poseían unos equivalentes lingüísticos.
“Últimamente sobre el orden gramatical, que observo en el arte, debo advertir al maestro, que lo he formado, no según la práctica de las escuelas de Sordomudos, sino como la razón, y la experiencia me lo enseñan para facilitar la instrucción de ellos.
El maestro ha de tener presente, que toda gramática mental, con la que los Sordomudos forman sus raciocinios, no contiene sino tres partes de la oración, que son nombres, verbos, y dicciones, que se unen ya con estos, y ya con los nombres. La invención de los pronombres, artículos, casos, géneros de cosas inanimadas, etc., es efecto de la especulación (añado yo de los oyentes): por lo que estas cosas se han de enseñar a los Sordomudo, no con el orden que ha dispuesto el gramático, y que se usa en las escuelas de viva voz, sino aquel que facilite más su inteligencia.”[8]
A causa de ello, Hervás aconsejaba que los maestros iniciaran, a la inversa que se hacía con los niños oyentes, enseñándoles primero los verbos antes que los casos de los nombres, “porque los casos de estos suponen el verbo”, dado que la experiencia demostraba, según Hervás, que al seguirse el orden normal utilizado con los niños oyentes, se estaba fracasando en los escuelas de sordos de toda Europa, en lo concerniente a la enseñanza de las lenguas maternas. De ahí, pues, que Hervás pidiera aquel cambio del método educativo.
Sin embargo, al no leerse a Hervás en España, todavía hay personas que siguen afirmando que “hasta hace unos años se consideraba que las lenguas de signos no poseían ni una morfología ni una sintaxis, ya que una visión superficial de las mismas parecía decirnos que no poseían artículos, no diferenciaban entre nombre y verbo y presentaban un orden relativamente libre de los elementos de la frase.” [9]
Argumento el anterior, falso o cuando menos mal expresado, ya que, por ejemplo, en el caso del artículo que ahora se defiende, al menos en el comentario anterior, como existente de siempre en el LS, por otra parte una pieza habitual en los LV, en particular en las lenguas europeas, según ya hemos visto en Hervás, concretamente el LS de la época de Hervás carecía totalmente de artículos.
Un hecho que a Hervás no le llevaba a absolutamente nada, salvo a firmar, por comparación, que había muchas LV que tampoco lo poseían, como era el caso de la mayoría de las lenguas americanas, asiáticas o africanas.
En cuanto a la afirmación de que en el LS primitivo no se diferenciaba entre nombre o verbo, o que estos presentaban un orden relativamente libre, también es falso lo haya dicho quien lo haya dicho, eso sí, de creer en el estudio realizado por Hervás de 1795, donde este afirmaba que los únicos verbos que utilizaban en su “gramática mental” los sordos eran únicamente los “activos”.
“Los Sordomudos naturalmente tienen idea de los tiempos presente, pretérito y futuro, con la que fácilmente entienden estos tiempos en cualquier verbo”.[10] Pero,“no sugiriendo la razón idea alguna del verbo substantivo a los Sordomudos, no puedo aprobar el uso ya introducido de explicarles el verbo substantivo y el auxiliar antes que entiendan al artificio de de los verbos activos. Los Sordomudos tienen idea mental de los verbos activos, y ninguna forman del verbo substantivo, ni del verbo auxiliar, por tanto para que más fácilmente entiendan el artificio de los verbos, deberemos servirnos de los verbos activos de que tienen idea, y no del substantivo, ni del auxiliar de que no hallan fundamento alguno en su modo natural de pensar.”[11]
Aunque lo más interesante en Hervás es el resumen simple que realiza de lo que él denomina la “gramática mental” de los Sordomudos, dándonos en muy pocas líneas una idea general sobre ella.
“Los Sordomudos en su gramática mental no reconocen ni admiten sino tres partes solas en todo raciocinio o discurso: y estas partes son nombre, verbo y dicción. Por el nombre de dicción entiendo aquí una idea que no es nombre y verbo, y que da mayor o menor eficacia a lo que dice el nombre unido al verbo. Los Sordomudos unas veces aplican mentalmente al nombre la idea de la dicción, y esta entonces equivale al nombre adjetivo concordado con el substantivo. Otras veces aplican mentalmente al verbo la idea de la dicción, y entonces esta equivale al adverbio. De la interjección no forman idea sin tenerla del verbo. De la preposición forman comúnmente idea después de la idea del verbo. De los tiempos pretéritos y futuros de este no forman idea simple, sino que siempre la acompañan con otra idea relativa al tiempo pasado o al futuro. Si un Sordomudo escribiera las reglas de su gramática mental, las reduciría a tres ideas que son nombre, verbo y dicción nominal y verbal.”
De ahí que Hervás llegara a la conclusión de que el LS estaba a la misma altura del LV, puesto que uno y otro eran formas equivalentes del lenguaje humano. Había, además, una causa de la que procedía aquella equivalencia; tanto el LV como el LS estaban presentes en un organismo humano que poseía mente o representaciones mentales donde se alojaban las ideas gramaticales.
Planteado de otro modo. Al albergar la mente humana ideas gramaticales, dicho hecho ya constituía en si mismo un saber lingüístico, o expresado en términos de lingüística contemporánea, oyentes y sordos disponían de una competencia gramatical propia, pues tal como afirmaba Hervás, el lenguaje humano no se definía sólo y únicamente por estar constituido por símbolos arbitrarios, sino por ser la declaración de los actos mentales, se realizara esta con las manos, con la voz o por escrito, cuestión que a última hora era intranscendente.
“Los Sordomudos tienen mente, no menos que los oyentes, y siguen la luz y la dirección de la mente en sus ideas; y si por la falta de oído no saben o no aprenden a refinar sus ideas con la noticia de otras más perfectas; también por la falta de oído tienen la ventaja de no echar a perder o falsificar sus ideas naturales con la noticia de tantas ideas caprichosas o falsas, como formamos en la infancia y niñez con la mala instrucción o educación.”
La pregunta que ahora se nos plantea tras el último comentario de Hervás es, si los oyentes no habremos roto las representaciones mentales de los sordos donde se alojan sus ideas gramaticales naturales, al pretender darles en préstamo las nuestras por obligación, “falsificando” e interfiriendo así sus ideas gramaticales naturales, o en que medida hemos influido los oyentes en el LS primitivo, probablemente convertido ahora, por mezcla obvia de culturas, en un “piyin” [pidgin] que nos emperramos en estudiar sin conocer previamente la arqueología lingüística de la que procede.
Respuesta que ya nos dio precisamente Juan Luis Marroquín al escribir que:
“La vida del lenguaje mímico no es, sin embargo, seguida con toda libertad. Los sordomudos, al menos los que saben leer y escribir, no conocen ésta solamente, sino que conocen y utilizan la lengua de su país. Los dos lenguajes se interfieren.
Esta es una de las razones (pero no la única) de la dificultad de que los alumnos logren adquirir un lenguaje correcto. Las particularidades de la gramática del lenguaje mímico; las simplificaciones de la sintaxis, crean giros incorrectos que son difíciles de rectificar. La misma acción se ejerce al contrario.
Un cierto número de términos, CONJUNCIONES, PREPOSICIONES, ADVERBIOS, existen en el lenguaje mímico por ser prestadas del lenguaje oral. Su creación, como su utilización, nace en su mayor parte del hábito de utilizarlos. También figuran términos extranjeros que se asimilan al lenguaje mímico, dándoles una forma concreta conforme a la naturaleza.” [12]
En otro párrafo de la misma obra Marroquín explicaba de manera lisa y llana el por qué se había producido aquella “invasión” del lenguaje oral en el “mímico”. Una explicación por otra parte muy normal y racional, al dar el justo sentido al descubrimiento William Stokoe de que las lenguas de signos, y en particular la ALS, posee una serie de reglas precisas de tipo gramatical.
Para ello le bastó el recordar que el personaje que las introdujo en Estados Unidos fue concretamente el sordo francés Laurent Clerc, alumno del abate Sicard y sucesor de L’Epée, el inventor de los “signos metódicos” aplicados a la enseñanza de los “sordos”. Momento histórico en que se hizo obligatoria y necesaria aquella extraña mezcolanza entre el lenguaje natural y el lenguaje hablado, a su vez “cifrado” el último mediante los denominados “signos metódicos”.
Así nos dice Marroquín que:
“Aparece la necesidad de ajustar a estos SIGNOS DE ENSEÑANZA, los SIGNOS DE COMUNICACIÓN, que son una abreviación, pero que, arbitrariamente usados, son extraños a la práctica efectiva de los sordomudos.
Siempre, bajo la preocupación de la enseñanza los signos adquieren otra transformación, más profunda todavía. Un ejercicio en el cual el abate de L’Epée preparaba a sus alumnos, y que jugaba un papel fundamental en su enseñanza, era el dictado por gestos.
Para llegar a la escritura de una lengua correctamente, era evidentemente necesario introducir una serie de gestos correspondientes con palabras puramente gramaticales. Esto es lo que hacía el abate de L’Epée, que propone toda una serie, exprimiendo el género, número, todas las formas de los verbos, derivados diversos a partir de una sola radical, etc.
Esto parecía posible de traducir a todos matices del francés (asimismo, a cualquier otro idioma, según el abate de L’Epée), pero el carácter original del gesto desaparecía: ya no era más que un instrumento de traducción al servicio de una lengua escrita. La naturaleza ha dejado el sitio a lo convencional. Si el abate de L’Epée lo advirtió, era porque estaba convencido de dos principios igualmente discutibles: de una parte, que la gramática es la expresión de la razón; y de otra, que lo que es razonable es también natural.” [13]
Pensamiento de Marroquín sobre el que deberían reflexionar, en particular los “puristas”, al advertir expresamente que muchos de los “signos” gramaticales utilizados en la actualidad por los sordos son en la práctica un mero instrumento de traducción, pero, según él, al servicio de la lengua hablada.
Pero lo más destacado de aquellos pensamientos, fue la conclusión a la que llegó Marroquín respecto al modelo educativo que se debería aplicar, según él, en el caso de los sordos.
Conclusión que no pudo ser más brutalmente realista, al dar solución con ella al absurdo abismo artificial que existe desde tiempos ya lejanos entre el gesto y la palabra, señalando Marroquín cuál era el puente imprescindible que permitiría a los sordos que quisieran, establecer comunicación con la otra orilla lingüística. Abismo, que algunos grupos interesados se empeñan en mantener abierto. Cuestión esta del enfrentamiento actual que afortunadamente para Marroquín no le tocó vivir, pues no lo entendería.
De este modo, con total indiferencia de las barreras idiomáticas, en la práctica, ninguna lengua es superior a otra, Marroquín distinguía muy bien, en primer lugar, dos tipos concretos de sordos; los ágrafos y los “instruidos”, se sobreentiende versados estos últimos en la cultura humana en general, puesto que lo único valido para él, no era si estos hablan o no determinada lengua o lenguas, sino el acabar de una vez por todas con el aislamiento milenario que sufría la minoría sorda española, buscando el integrarla en la única gran “Comunidad”; la humana, de la que todos, sordos y oyentes, nos guste o no, formamos parte. Idéntico objetivo al de Hervás en el siglo XVIII.
Integración que según Marroquín pasaba por dar la posibilidad a los sordos de comunicarse como fuere con la sociedad oyente, sin tener que renunciar por ello a su propia lengua. Es decir, su fórmula pasaba por el denostado bilingüismo:
“El fin de la educación moderna es dar a los sordomudos la posibilidad de comunicarse oralmente. (Pues) Es el único medio de integrarse en la comunidad humana normal. Esta capacidad así adquirida es utilizada sobre todo en las conversaciones con los oyentes. Entre ellos, los sordomudos recurren al lenguaje de los gestos, en el cual ellos son “hablados” y que necesita menos esfuerzo. Entre los sordomudos instruidos se habla el lenguaje oral y el mímico simultáneamente.”[14]
Y hasta aquí, muy brevemente, he tratado de situar el tema, esperando que sirva, cuando menos, para reflexionar.
Notas
[1] Antonio Gascón Ricao, Conferencia impartida dentro de Historia de la Lengua de Signos. La problemática de las personas sordas. Jornadas. Centro de Lenguas Modernas, Universidad de Cádiz, 7 al 9 de octubre de 2004.
[2] 2 Antonio Gascón Ricao (1998): ¿Señas o signos? Evolución histórica, en página Web de la UCM, www.ucm.es/info/civil/bardecom/docs/signos.pdf, y José Gabriel Storch de Gracia y Asensio (1998): El nombre de nuestra lengua, en página Web de la UCM, www.ucm.es/info/civil/bardecom/docs/signa.pdf.
[3] Lorenzo Hervás y Panduro, Escuela Española de Sordomudos, Madrid, 1795, Volumen I, p. 3
[4] Juan Luis Marroquín Cabiedas, El lenguaje mímico. Madrid, 1975.
[5] Félix‐Jesús Pinedo Peydro, Una voz para un silencio. Madrid, 1989, p. 31
[6] Ángel Alonso‐Cortés, UCM, Lorenzo Hervás y el lenguaje de los sordos, http://www.ucm.es/info/circulo/no4/alonsocortes.htm.
[7] Maria Valmaseda y Pilar Alonso, ¿Qué es un lenguaje? El lenguaje de signos como verdadero lenguaje, http://www.personal2.redestb.es/martingv/ls/ls_lenguaje.htm.
[8] Lorenzo Hervás y Panduro, Escuela española de Sordomudos. Madrid, 1795, tomo II, pp. 21‐22
[9] Maria Balmaceda y Pilar Alonso, ¿Qué es un lenguaje?
[10] Hervás, cit., t. II, p. 110.
[11] Hervás, cit., t. II, pp. 109‐110
[12] Marroquín, El lenguaje mímico, cit., p. 11.
[13] Marroquín, El lenguaje mímico, cit., p. 7.
[14] Marroquín, El lenguaje mímico, p. 11.
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